Este artículo va dedicado a todos aquellos defensores de las dictaduras que, al mismo tiempo, suelen declararse feroces enemigos de los terroristas. Paradójicamente, en su visión del mundo, la violencia ejercida por su sistema dictatorial preferido es justificada mediante las más variadas e imaginativas excusas, al mismo tiempo que cualquier conato de violencia de sus adversarios políticos, aunque sea simbólica, es tildada de terrorista.
El viejo paradigma de la mandíbula de cristal y el puño de hierro lo aplican, de esta forma, a su visión interesada de qué es el terrorismo y qué es el legítimo monopolio estatal de la violencia.
Si nos ceñimos a la definición de terrorismo, encontramos que es la “dominación por el terror”, “los actos violentos para infundir terror” o “la actuación de bandas organizadas que pretenden crear alarma social con fines políticos”. Con esta definición en mente, nos es fácil visualizar el arquetipo de terrorista que nos viene inmediatamente a la imaginación: el etarra o el yihadista que, mediante actos de violencia, infunde terror en la sociedad con el fin de chantajearla; si se quiere acabar con estos actos violentos, se han de cumplir unas exigencias políticas. Sin embargo, nos cuesta más asumir que el mismo paradigma suelen emplearlo otro tipo de organizaciones, como son los estados. En este caso, la violencia suele tomar la forma de ejecuciones y torturas en los casos más graves. El trato que ofrecen estas organizaciones (estatales) es exactamente el mismo: si se quiere evitar la violencia, se debe ceder políticamente. La obediencia al régimen es el acto político más básico.
Por tanto, una dictadura que ejerza violencia con fines políticos se puede considerar terrorista. De hecho, encaja perfectamente en las definiciones citadas anteriormente. Mediante la violencia se consigue la sensación de terror o de alarma social, chantajeando a unas víctimas a las que se les exige obediencia a cambio de conservar su integridad física. Pero, llegados a este punto, cabe preguntarse si acaso dictadura y terrorismo no van siempre ligados pues ¿acaso ha existido alguna dictadura que no haya ejercido el terror como forma de control social? Podríamos realizar una lista lo más exhaustiva que queramos y encontraremos que, efectivamente, toda dictadura ejerce el terror como forma de control político.
Algunos suelen argumentar que, cuando la violencia la ejercen individuos uniformados, no cabe utilizar el término terrorismo, pues se ha de reservar para organizaciones no estatales. La falacia lógica es tan evidente que cuesta explicar lo que no debiera necesitar explicación. Simplemente se categoriza un fenómeno con otra etiqueta cuando así nos conviene, de forma que al cambiarle el nombre a un hecho creemos que cambiamos su naturaleza. Recuerda al abogado de Pinochet cuando alegó que su defendido no era un genocida, puesto que el genocidio se ejerce sobre un grupo concreto y su dictadura había matado a gente de todo tipo. Cuando un argumento es tan repugnante, realmente cuesta rebatirlo, puesto que si al interlocutor hace falta explicarle su fallo, es que su ética es tan retorcida que procesa la información de forma totalmente anormal.
Las dictaduras, por tanto, son por definición terroristas y, en consecuencia, defender a una dictadura debe categorizarse moralmente exactamente igual que defender a un grupo terrorista, pues su uso de la violencia es exactamente el mismo. Por supuesto, alguien argumentará que no todas las dictaduras son igual de represivas, a lo que se puede contestar que también encontramos la misma gradación entre los grupos terroristas, no siendo todos igual de dañinos, pero no dejando por ello de ser terroristas.
Finalmente, también se suele argumentar en este punto que a las democracias también se las debe caracterizar como terroristas, pues también ejercen la violencia como forma de coacción. Se trata de otra confusión interesada, pues se equipara la violencia ejercida con fines terroristas con aquella legítimamente ejercida para defender la ley, la cual, en una democracia, ha de respetar los derechos humanos y, precisamente, prohibir la violencia estatal ejercida en forma de terrorismo. Si la Ley no hace respetar los derechos humanos, entonces no nos encontramos ante una democracia y, por tanto, se trata de una dictadura que efectivamente ejerce el terrorismo como forma de control social. Al igual que en el caso anterior, la etiqueta no cambia la naturaleza del objeto: si a una dictadura la llamamos democracia, sigue siendo una dictadura, o al menos se comporta como tal.
Por supuesto, los defensores de las dictaduras encontrarán argumentos para defender sus regímenes favoritos y tildar de terroristas a las organizaciones que no les son afines o también a los regímenes de signo político contrario. La misma argumentación la blandirán contra sus adversarios considerándola correcta, pero la negarán respecto a su dictador predilecto. La cámara de tortura no es de tortura cuando tortura a mi enemigo político, el cual es torturable por enemigo. Terroristas son los demás.
El terrorismo parte de un hecho político muy básico, que el miedo es un eficiente método de control político. “Hobbes y Maquiavelo, como bien señala Jose Antonio Marina en su Anatomía del miedo, coincidían en que el miedo es la emoción más potente y necesaria, la gran educadora de la humanidad. El propio Spinoza advertía que es terrible que el pueblo pierda el miedo”*. Los clásicos siempre han admitido que una autoridad dictatorial se basa, en última instancia, en el miedo del gobernado. A día de hoy parece que los distintos defensores de las dictaduras han olvidado a sus teóricos más ilustres y se pueden permitir calificar de terroristas a quienes defienden, exactamente, sus mismos métodos, permaneciendo ellos libres de tal etiqueta.
En definitiva, el fan de su dictador favorito, cuando insulta tan locuazmente a los demás terroristas, tiene toda la razón. El único matiz es que él es el mismo tipo de persona y que todos esos improperios le son igualmente aplicables.
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* José Carlos Ruiz, El arte de pensar.