Plantar (más de) un pino

Una vez más, hemos de mancharnos con la horrura de esta cloaca gentium compuesta de seres brutales y demoníacos que han sido defecados entre nosotros para enfermarnos e intoxicarnos. 

No es fortuito, no. Nuestros destructores —que «son legión»— se saben demasiado inferiores como para intentar un enfrentamiento directo; una sola manera tienen de menoscabarnos: sepultarnos en las heces a la que la monstruosa naturaleza dio la apariencia de hombres; mas únicamente en su figura, no sus mentes ni corazones.

Nueva víctima: una pobre niña ha visto destruidas sus entrañas con los embates y la pus de la bosta; al acecho, el excremento—sabiéndose nauseabundo— la asaltó y la abandonó en un descampado, apenas aferraba la fina hebra que aún la conectaba con la vida cuando la hallaron.

Todo el horror que reflejan nuestros rostros al escuchar la aciaga sordidez de las malas nuevas se troca en alegría en las faces nariguetas de nuestros destructores. Resuenan las risas en las sinagogas de Satán, se oyen las mismas carcajadas burlonas que hace dos milenios se derramaron frente al Hombre, coronado con vileza de espinas; hecho rey, con bufa, no de su pueblo, sino de las huestes del Adversario. 

 

Resuenan, sí, los mismos vítores con que celebran, en este instante, la aniquilación de tantos niños en un desierto que tiene las dunas rojas de sangre rotas en dos por el tajo de un muro ominoso, como en dos quedó partido aquel cubil de bestias al que llamaban templo.

Así como Kazıklı Voyvoda, mi sueño es sembrar un bosque, prender por la noche a quienes nos odian y llevarlos a mi floresta para mostrarles el lugar al que inevitablemente ha de conducir sin retorno su camino. Cultivar su llanto, mas no mi risa; hacer lo que se debe, sin satisfacción, sino con el pecho acongojado porque, para salvar a los inocentes, me hayan empujado a tanto.