Es difícil no sucumbir ente el orgullo, y entregarse a la soberbia, cuando estás rodeado de imbéciles.
Durante los últimos años se nos ha bombardeado con el advenimiento del 5G iba a cambiar la sociedad a una hiperconectada. Ya ha llegado, o las telecos nos hacen creer que ha llegado con triquiñuelas como el 5G DSS, ULI o NSA y, como era de esperar, nada ha cambiado, más allá de lo obvio: se ha mejorado un poco la conexión, tanto en velocidad de conexión como en latencia. Mucho ruido y pocas nueces.
Lo mismo se puede decir de las shitcoins y la estupidez que las anima, el blockchain. Desde que leí de qué se trataba me pareció una forma grotescamente ineficiente de hacer algo que, a día de hoy, no supone el mayor problema: el sistema de pagos y transacciones bancarias funciona realmente bien, de forma ágil y segura (lo que no se puede decir del Bitcoin y derivados). Como con el 5G, como la matraca feminista, son temas que están de moda y señalar la estupidez en que se basan es similar a vestir sin seguir las tendencias del momento: alguien que rompe el consenso social, un enemigo del pueblo.
Sin embargo, estos días están comentándose dos temas que sí que tienen el potencial de cambiar el mundo. Uno es la progresiva desdolarización del comercio, y por lo tanto de la economía, mundial. Que EEUU, el gran gorrón, tenga que someterse a las leyes de la física y no pueda cubrir sus déficit por cuenta corriente con la emisión de más deuda (impresión de más dolares) sin sufrir castigo en su divisa, mermará la capacidad de la maquinaria político-militar usamericana para imponerse con sus malas artes (además de otras consecuencias internas como una inflación derivada de esa caída de su divisa).
Y luego, está el tema estrella estos días: la inteligencia artificial. Están saliendo herramientas ciertamente asombrosas, conversacionales, gráficas... basadas en IA, pero yo me percaté de las posibilidades hará unos pocos años. Era un ejercicio aparentemente banal en el que se ponía a una IA a jugar a un videojuego muy tosco (bien pudiera ser de los '80) de cochecitos. Ver la progresión, en que empezaba titubeando y estrellándose contra los límites de la pista, para poco a poco ir ganando habilidad y acabar conduciendo el cochecito con perfección me impresionó. Porque es muy fácil programar para que realice ese cometido, pero cosa muy distinta es que la propia máquina aprenda, sacando conclusiones de cada fallo para mejorar en el siguiente intento. Comprendí que las posibilidades de aquello eran impresionantes, y reconozco que sus primeros desarrollos prácticos han llegado antes de lo que me esperaba, todo un error por mi parte. Y está todavía en pañales.
Sólo un detalle de la nueva tecnología que pone los pelos de punta. Una IA dedicada ya es capaz de programar. ¿Qué pasará cuando se le encomiende reprogramarse a sí misma, mejorando su capacidad a cada iteración? Se abusa del término exponencial, muy usado por escoria salida de las facultades de periodismo que no distingue una función logarítmica de una polinómica. Pero en este caso esa progresión de la IA, cada vez más capaz, y dedicando esa capacidad para a su vez aumentarla, sí sería exponencial. En los sistemas físicos no es común ver una función exponencial. Pero un ejemplo muy a mano es una explosión nuclear. Mucho ojo con las funciones exponenciales, porque tienen tendencia a explotarte en la cara antes de que te des cuenta. Una explosión de inteligencia.
La IA plantea la misma amenaza que los telares mecánicos en la alborada de la era industrial, sólo que ahora son los empleos de la clase media y media-alta los que peligran. Profesiones bien pagadas porque se suponía que tenían una gran carga intelectual (empezando por la mía) y ahora resulta que no era para tanto, y podemos ser sustituidos con ventaja por una máquina. Hay una cierta justicia histórica.
Como ya se teorizó en la revolución industrial, el problema para la clase trabajadora no es el telar mecánico. ES LA PROPIEDAD DE ESE TELAR. Si la propiedad del telar es de los trabajadores, será una bendición pues podrán producir más con menor esfuerzo, beneficiándose de esos excedentes de tiempo y riqueza. Si la propiedad del telar es del patrón, será él quien se apropie de ese incremento de productividad (y, sólo como consecuencia colateral, el conjunto de la sociedad por la mayor disposición de bienes, aumentos de productividad son deflacionistas) y, en el mejor de los casos, los obreros tendrán el orgullo de trabajar para hacer más rico a su patrón. Cuando no acaban en el arroyo por no serle ya útiles.
Pero por supuesto, desde hace ya muchos años discutir la propiedad de los medios de producción está proscrito. Nadie se atreve, ni incluso gente con un carnet rojo con herramientas amarillas y responsabilidad política, a proponerlo, ni tan siquiera como ejercicio dialéctico. Aún cuando es el único tema de debate político cuyo sujeto podemos decir que es crucial, aún cuando es más necesario abordarlo que cuando acoplaron una polea a un telar, movida primero por una corriente de agua y luego por un primitivo motor de combustión externa de carbón.
El desarrollo de herramientas basadas en IA amenaza con abrir un abismo en la sociedad: aquellos que tienen el control de los procesos productivos en los que emplear esas herramientas, y aquellos que no. Que no tienen esa propiedad, y no tienen nada que ofrecer a los primeros que pueda competir en desempeño/rapidez/coste con la IA. Su fuerza de trabajo se ve devaluada, y su posición social... defenestrada. Se rompe así la continuidad en la escala social y volvemos al punto de partida decimonónico, con una minoría propietaria y una gran masa depauperada, entre los cuales se levanta una gran muralla defendida por las fuerzas policiales-militares de un Estado controlado por las élites.
Y para distraer al populacho de los temas verdaderamente relevantes, precisamente los mismos que están desarrollando estas herramientas (Google, Microsoft, Amazon...) son los que producen desde sus campus elitistas esa palabrería pseudo-revolucionaria: las patochadas identitarias. Que luego reproducen, convenientemente traducidas a sus lenguas vernáculas, los sacerdotes de esta nueva moda ideológica, siempre a la última, bien atentos al último rebuzno que venga del corazón del imperio.
Si los apóstoles de la postmodernidad (pre-modernidad, para ser rigurosos) fueran más perspicaces, les acusaría de colaboración con el enemigo. El enemigo de clase. Pero son sólo títeres que pretenden estar a la última, igual que en los '30 la moda ideológica era el fascismo.
La realidad, dueña y señora, única Diosa ante la cual todo ser debe postrarse.