Dictadura en Venezuela

Nicolás Maduro no quiere mostrar las actas del último proceso electoral en Venezuela. Lo cual da que pensar. Y, ya puestos, por hacer honor al dicho que reza “piensa mal y acertarás”, arriesgo la teoría de que las oculta adrede para no tener que reconocer su derrota en los comicios. Ante una sospecha de ese calibre, que se propone a sí misma como certeza, sobran las cantinelas. De nada vale que Maduro se autoproclame vencedor delante de gentes crédulas, pensionados del régimen o devotos de su persona. Sin el aval de unas actas en regla -las dichosas actas, sí; esos documentos incómodos que duermen el sueño de los justos en el cajón de su escribanía- puede cantarle milongas al lucero del alba. En realidad, a falta de datos verificables, gana enteros la conjetura de su derrota electoral, máxime cuando nadie, salvo ingenuos o afines al poder, puede obviar que, caso de haber ganado las elecciones, tal como él mismo predica, no habría desperdiciado la oportunidad de airear los resultados con la mayor diligencia para reivindicarse ante los propios venezolanos, y ante la comunidad internacional entera, como presidente electo legítimo. Sin embargo, ha pasado más de un mes desde que se cerraron las urnas en Venezuela y, de las actas, seguimos sin saber nada de nada.

Mientras tanto, el gobierno responde a las demandas de transparencia que le exigen las fuerzas opositoras desencadenando una campaña de represión que no desdeña el uso de la violencia extrema. No parece que Nicolás Maduro le haga ascos a derramar en las calles la sangre de aquellos conciudadanos suyos que lo cuestionan. Las víctimas mortales producidas durante la disolución de las últimas manifestaciones celebradas en Venezuela se cuentan por decenas. Y eso es sólo la punta del iceberg. En su informe de 2023, Amnistía Internacional cifra en varios centenares las víctimas mortales causadas por presuntas ejecuciones extrajudiciales. Los objetivos de esa violencia criminal, como dicta la lógica perversa de la purga política, fueron, mayoritariamente, opositores y disidentes: piezas de caza mayor. Ya veremos cómo queda ese recuento al cierre de 2024, todavía en curso. En cualquier caso, me arriesgo a vaticinar un suma y sigue que aumentará el saldo de los “presuntos” del año anterior. Tiempo al tiempo.

Ante semejante situación, no podemos llamarnos a engaño sobre la naturaleza del régimen que gobierna Venezuela. Conviene hablar claro al respecto, sin tapujos, tal como ha hecho, por ejemplo, el Alto representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores, Josep Borrell, quien ha calificado al régimen venezolano como autoritario y dictatorial. Con independencia de las declaraciones de Borrell, no puede existir duda sobre este asunto. Venezuela, hoy en día, es una dictadura. Tal como suena. Poco importa que se convoquen en el país procesos electorales o que la Constitución, después de invocar la protección del Altísimo, defina a la República Bolivariana como un “Estado democrático y social de Derecho y de Justicia”. La realidad, cruda e inmisericorde, niega esas engañifas con las que pretenden darnos gato por liebre. Un Estado donde se conculcan las libertades de los ciudadanos, donde los líderes opositores se ven obligados a pasar las de Caín antes de dar con sus huesos en la cárcel, o en el exilio, donde las elecciones acaban en fraude, y donde el gobierno fomenta cribados de población para modelar la sociedad a su antojo, no es una democracia ni de lejos.

Y conviene decirlo. Alto y claro.

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