Carver nunca escribió una novela. No lo necesitaba. Sus relatos son milimétricas incisiones quirúrgicas que abren, tan implacable como silenciosamente, los caparazones que cubren nuestros peores recuerdos y temores.
Da igual que Carver hable del amor de una alcohólica por un cartero que murió hace años en Vietnam o describa la vida del jardinero solterón de un asilo. Si has amado y has sufrido, si has temido a la muerte o has sido profundamente feliz, hay algo de ti en cada uno de sus relatos. Foster Wallace lo explicó mucho mejor: "Carver dota de voz a esos silencios interiores que no queremos que nadie escuche".
Y lo hace con una economía del lenguaje que uno no sabe si es un fin o un medio, tejiendo escenas repletas de cotidianeidad y transformando objetos, olores o lugares tediosos en afiladísimos puntos de inflexión. Finalmente entiendes que no: lo de Carver no es economía del lenguaje, somos los demás, escribamos o no, llevemos una vida plena o insípida, los que llenamos el mundo de palabras que sobran.
En Vidas Cruzadas afirma que "Solo se ama de verdad, aquello que no se posee por completo". Y Carver se mueve con maestría en esas relaciones de pareja terminales, que se tienen enteramente. Cansadas, hastiadas, que acaban padeciendo la peor soledad que puede sufrirse: la que uno siente cuando no está solo.
El amor no es para siempre y es duro ver que el bien y el mal dejan de tener mucha importancia cuando dos personas dejan de amarse. Y es en esos terrenos que nadie quiere recorrer, donde Carver alcanza cotas extraordinarias, haciendo del leitmotiv "insinuar, nunca enseñar" un verdadero arte de destrucción emocional masiva.
Sus relatos empiezan en ninguna parte, un poco como los de Bolaño. Pero acaban siempre, y no me refiero al espacio, ni al tiempo, ni tan siquiera a la trama, en un punto exacto. Un punto emocional, sentimental, interior, salvaje e íntimamente milimétrico que te remueve sin compasión, haciéndote viajar al pasado, identificando recuerdos que te conectan directamente con ese final o lo que es peor, perfilando un futuro temido e intuido que el lector no quiere sufrir o teme afrontar. Hay que ser valiente para leer a Raymond, decía Mailer. Y es verdad.
Pero hay esperanza en Carver. "Catedral" es la prueba de cómo puede surgir la luz en la parte más oscura de un amor completamente muerto. Sombra y luz que Carver refleja introduciendo a un ciego en el relato. Un personaje que actúa como catalizador de esa luminosidad arrebatadora con la que termina el que es, probablemente, uno de los mejores cuentos de la literatura contemporánea. Catedral, deja, además, como todos las piezas de Carver, ese poso inimitable del que ha leído un relato en el que parece no haber ocurrido nada y en realidad, ha ocurrido todo.
"Creemos adivinar los sentimientos del otro, no podemos, por supuesto, nunca podremos. No tiene importancia. En realidad es la ternura la que me interesa. Ése es el don que me conmueve, que me sostiene, esta mañana, igual que todas las mañanas".
El vigor, el amor, la vida, el sentido de las cosas se van. Pero queda la esperanza de saberse solo y sentir que hay alguien a tu lado que también se siente así. En ese momento, la soledad desaparece haciéndote entender que al igual que todas las mentiras de nuestra vida, la única verdad está también dentro de nosotros. Eso también es ternura. Eso también es literatura.
Por eso leemos: para sentirnos solos. Para saber que no lo estamos.