El banquero que amaba la literatura

Hace diez años sobreviví a un naufragio. Llegué a la orilla de una isla perdida en el océano junto a otras 29 personas más. Curiosamente, sin saber bien por qué, tal vez por lo fortuito del lance, todos llegamos a la arena padeciendo algún tipo de amnesia. Para nuestra fortuna, algunos podíamos recordar cosas tan cotidianas como nuestra procedencia o nuestra profesión, pero la mayoría ni siquiera recordaba su nombre.

Una vez nos hubimos repuesto medianamente de aquella estresante experiencia, lo primero que hicimos fue recoger los restos del barco que el mar había traído a la orilla. Cualquier cosa podría servirnos para lo que sería nuestra misión en los próximos días: sobrevivir.

Aquella misma tarde nos reunimos en una explanada de la playa y fuimos presentándonos uno por uno. Fue una ceremonia curiosa porque, aunque todos procedíamos de diferentes situaciones y contextos sociales, allí, en aquella remota isla sin historia, política o leyes conocidas éramos todos prácticamente iguales: personas desbordantes de un miedo paralizante que no sabían lo que les depararía el futuro. En aquel primer Consejo decidimos que lo fundamental sería encontrar comida y bebida, pues no hay forma de saltarse ese capricho de la Naturaleza, y si queríamos seguir viviendo debíamos seguir comiendo y bebiendo. Realmente habíamos tenido mucha suerte al caer en esa y no otra isla, pues parecía ser de gran extensión y la comida abundaba en forma de todo tipo de fruto y vegetal. Más adelante incluso pudimos cazar pequeños animales y pescar algunas piezas que variaron nuestra aburrida dieta. Nuestro golpe de suerte aun fue mayor cuando una mañana, en una exploración rutinaria a unos cinco kilómetros de distancia de nuestro campamento, topamos con un manantial de agua dulce gracias al cual resolvimos el problema del agua.

Todo parecía ir bastante bien hasta que, con los días, comenzaron algunos problemas: por ejemplo, se dio el caso de personas que hacían más bien poco y comían y bebían incluso más que los que recolectaban, cazaban o iban a por agua. Ante esto, la mayoría decidió imponer unas normas para recibir comida y bebida de forma proporcional a su esfuerzo. Entonces, una vieja dijo que recordaba haber sido jurista y que ella se encargaría de crear esas normas. Otro viejo dijo que recordaba haber sido banquero y que lo mejor que podríamos hacer sería instaurar algo parecido al dinero para así poder medir el valor de las cosas y el esfuerzo de los trabajos. Al no tener máquinas con las que imprimir algo parecido al dinero, decidimos usar las hojas de un libro grande y voluminoso, uno de los pocos que pudimos salvar del naufragio. Con uno de los pocos bolígrafos que recuperamos, el banquero escribió un número en cada una de las hojas para designar el precio de cada “billete”. Pintó pocos de 50, algunos más de 20, todavía más de 5 y sobre todo de 1. Cuando hubo acabado repartimos a partes iguales las hojas para que cada uno tuviera el mismo dinero que poder gastar o invertir como quisiera. La jurista redactó varias normas y el dinero comenzó a circular por la isla de una forma tan natural como las piedras que allí reposaban desde hacía cientos de millones de años.

Varios de los que se dedicaban a recoger fruta vendían sus excedentes a otros que no habían podido ir a recolectar. Éstos, a su vez, hacían algún tipo de trabajo o servicio y al cabo de poco tiempo volvían a conseguir el dinero que habían gastado en otras cosas. Al principio todo parecía ir bastante bien, pero entonces se dio el caso de que varias personas se quedaron sin dinero al no poder trabajar debido a sus lesiones (la jurista, que era quién suponíamos que habría previsto alguna ley al respecto, sencillamente no lo hizo). Entonces, ante la indiferencia del resto para con su destino, algunos de los heridos –la mayoría desamparados por el resto- se vieron tentados por la necesidad y comenzaron a idear un juego en el que había que descubrir bajo qué medio coco de tres dispuestos sobre un tablón se escondía una bolita. A mí me pareció una idea original que al resto nos generaba un entretenimiento mientras pensábamos en la posibilidad de ganar algo extra. De hecho, hubiera sido una forma amena de ganar dinero de no ser porque aquel juego no se basaba en nada real, sino en un mero engaño que afectó a la mitad de todos los que estábamos allí. Al parecer, según descubrimos, la bolita no entraba en ningún momento en juego y no estaba nunca debajo de ningún medio coco, así que era como si directamente le estuviéramos dando el dinero a aquel señor que lo único que había hecho era montar un chiringuito antes de quitarnos el dinero de modo que parecía incluso legal. También se dieron casos de diversos hurtos, así que finalmente el jurista tuvo que endurecer las leyes para que la gente no se viera tentada a robarse entre sí. Un par de jóvenes que recordaban haber sido policías capturaron a los ladrones y una mujer que dijo recordar ser juez les impuso una sanción. En esto, alguien que dijo haber sido capellán hizo reunirnos a todos para que actuáramos como decía la moral de Dios bajo la sombra de una pequeña iglesia que construimos con bambú. Cada día, al finalizar la jornada, íbamos a misa y purificábamos nuestras almas en pro de mejorar nuestra conducta. También dejábamos un donativo para los más débiles, tal y como decía el capellán que debíamos hacer, para satisfacer el orgullo del Supremo.

Una de tantas tardes, el viejo banquero convenció al capellán para que dejara en sus manos todos los donativos, pues había ideado que, al quedar cada vez menos cambio –ya que casi todos los billetes de 1 se habían convertido en donativos-, él podría ofrecer un servicio con el que acrecentar el rendimiento de aquel dinero. Según el viejo banquero, el dinero que había en aquella isla no iba a estar en mejor lugar que en las manos del representante de Dios. El capellán aceptó de buen grado y el banquero comenzó a cobrar una comisión por el servicio prestado. Cada vez que necesitábamos cambio debíamos ir al banquero por cocos (por no decir otra cosa). Yo no recordaba nada de Economía, pero me pareció bastante curioso que, en un par de segundos, el banquero se embolsara lo mismo que ganaba alguien que había pasado toda la tarde pescando o alguien que había caminado varios kilómetros yendo a por agua. Su trabajo estaba sobrevalorado, pero como todo dependía de la oferta y la demanda, y en ese caso no había más oferta, todos debíamos aceptar si queríamos cambio para seguir usando el dinero. Poco a poco, el banquero fue amasando una gran cantidad de hojas (incluso más que el capellán, al que ya no pudimos dar más donativos por mucho que hubiéramos querido).

Cuando pasaron los días, a medida que nos fuimos viendo sin menos dinero y cada vez más estrangulados, varios nos rebelamos e intentamos usar las páginas de otro libro que llegó un día a la orilla. Pero la jurista explicó que eso no era posible ya que entonces el dinero perdería valor y que, como le habíamos conferido solo a ella la posibilidad de hacer leyes, la cosa debía quedarse así. Cuando los demás se marchaban cabizbajos sopesando cómo conseguir algo más de dinero vi como el banquero pagaba al jurista por algo que no entendí bien, hasta que recordé el significado de la palabra soborno (la amnesia general parecía seguir siendo aguda en varios de nosotros). De todas formas, no le di mucha importancia pues pensé que, al ser una experta conocedora de las leyes, no habría nadie que supiera qué sería lo mejor para todos.

Con el tiempo, la población aumentó y los cocos de aquella parte de la playa dejaron de ser tan abundantes. Ahora, cada uno de nosotros tenía que ir hasta la otra playa si quería poder recoger algunos. Eso hizo que el precio del coco aumentara y muchos dejaron de consumirlo para seguir comiendo otros frutos. Además, las tormentas partieron muchos cocoteros y cada vez fue más difícil conseguir comer coco. O mejor dicho, cualquier cosa. El cazador solo cazaba lo justo porque no quería malgastar su energía en más piezas de las necesarias (pues debido a varios incendios generados por las tormentas la fauna y la flora disminuyeron radicalmente). El pescador tuvo su momento de gloria y, durante un tiempo, consiguió mediante trueque algunas otras cosas. Sin embargo, los gusanos que usaba de cebo también fueron desapareciendo debido al mal uso que se hacía con la tierra (cosa que por supuesto la jurista no había previsto) y tuvo que pescar solo lo necesario, que cada vez fue menos. Poco a poco, todos tuvimos algún tipo de percance similar por el que gastábamos más que ganábamos.

              Hubo un día en el que todas las hojas del Libro del Dinero acabaron por desaparecer de la isla. Todas se habían acumulado en manos del banquero, que cada día había ido apartando de la circulación algunas de las hojas de aquel viejo libro convertidas artificialmente en dinero. Excepto el capellán y la jurista, a quienes parecía no importarles sobremanera el tema, aquel día todos los demás llevamos nuestras quejas ante el banquero. Pero la jurista salió en su defensa diciendo que esa era la Ley, y que la Ley había que respetarla, a lo que el capellán asintió afirmando que era esa, y no otra, la Ley que Dios quería que fuera.

              Aquellas palabras nos convencieron, pues supusimos que los ancianos, por ser ancianos, sabrían qué era mejor para todos y que lo contrario no era bueno para nadie. De todas formas, aunque no teníamos dinero podíamos seguir yendo a por cocos y agua y satisfacer nuestras necesidades primarias. Sin embargo, al poco tiempo, la jurista legisló una ley por la que todos los cocoteros, las tierras fértiles y el manantial pasaban a ser parte de algo que llamó Estado. Luego añadió que el Estado era instrumento político que velaría por el bien de todos. Pero curiosamente, y aunque algo como el Estado sirvió para que los que en peor condición estaban pudieran mejorar, aquella herramienta política parecía tener predilección por aquel triunvirato que formaban el capellán, el banquero y la jurista. Y mientras los demás comíamos y bebíamos una sola ración, ellos comían y bebían el triple; a veces incluso más.

              La gente comenzó a quejarse. Algunos no entendían por qué el Estado sentía predilección por aquellos y no por otros, pero la jurista y el capellán siempre venían a decir que era esa, y no otra, la Ley que Dios había dispuesto para la isla. Ante aquello, llegó un momento en el que alguien nombró la palabra revolución. Yo no recordaba bien cuál era su significado, pero alguien dijo que era algo que solía darse cuando las cosas solo se hacían para unos pocos y no para todos. También dijeron algo sobre democracia, aunque tampoco recordaba con exactitud su significado. Sea como fuere, el ambiente se fue caldeando hasta que comenzó una revolución que solo se vio frenada cuando el banquero, la jurista y el capellán pagaron a varios, que casualmente recordaron ser policías, para que les protegieran. Todo volvió otra vez a la normalidad, que no era otra que cada vez más gente apadrinada por el triunvirato mientras los que no éramos predilectos del Estado teníamos que arrastrarnos para poder sobrevivir. Y es que nadie parecía entender los caprichos del Estado, que según la jurista iba a resolver todos nuestros males.

              Sin embargo, con el tiempo, cuando las hojas del Libro del Dinero volvieron a circular entre policías, carpinteros, masajistas y cocoteros, el banquero volvió a instaurar por Ley el servicio de comisión por cambio y poco a poco el dinero fue volviendo a desaparecer de la circulación. “Está guardado en el Paraíso por el bien de la isla”, dijo el capellán ante las crecientes quejas. A mí me sonaba de algo aquello del paraíso en relación con el dinero, pero mi amnesia seguía siendo aguda y mi entendimiento más bien corto. “Esta es la Ley, y la Ley siempre debe ser respetada”, seguía afirmando con cierta contundencia la jurista-legislador. Yo no dudaba de lo contrario, lo que no tenía tan claro era si algo que solo servía para que unos pocos se beneficiaran podía ser tan respetable. “Es por el bien del Estado, para que se haga más poderoso y vosotros seáis más ricos en un futuro”, alegó el banquero.

              En esas, como de la nada, otro hombre cincuenteno dijo que recordaba haber sido político en la vida anterior al naufragio. Rápidamente hizo buenas migas con el triunvirato y cada día nos reunía a los demás en una de las planicies de la playa para darnos discursos sobre el buen funcionamiento del Estado. Aquel hombre, de gran facilidad oratoria –todo hay que reconocerlo- pasó a ser el interlocutor entre nosotros y el poderoso triunvirato formado por el banquero, el capellán y la jurista, que en realidad eran quienes seguían manejando los hilos de la isla. Tras cada discurso, el banquero solía entregarle un sobre al político, pero mi amnesia para tejer recuerdos hacía que no entendiera bien a qué podía ser debido.

              Aunque en un principio sí lo hicieron, llegó un momento en el que las bellas y aterciopeladas palabras del político -que solían ir acompañadas de sobrios gestos-, dejaron de convencernos. Todo funcionaba igual o peor que desde su llegada y el ambiente general volvió a caldearse en toda la isla. Finalmente se desencadenó otra revolución, y aunque la jurista se empeñaba en decir que aquella era la Ley y que ésta debía ser siempre respetada, la Juez alegó que tenía potestad para ver si la Ley se ajustaba a la razón. El capellán interpeló que suficiente razón tenía Dios para que la Ley fuera la que era y que nadie debía poner eso en cuestión. Pero entonces ocurrió algo extraordinario: la amnesia general que hasta entonces nos había envuelto a casi todos fue diluyéndose poco a poco e incluso los que hasta entonces habían protegido al triunvirato (por miedo a perder su status), decidieron unirse a la plebe que formábamos el resto y luchar por una isla mejor para todos.

              Hubo un momento crítico en el que el banquero sacó un gran sobre y se lo ofreció a la Juez, pero ésta dijo que a ella no le importaba el dinero, sino la Justicia, y obligó al banquero a que confesara dónde estaba el resto de las hojas. El banquero alegó que alguien se las había robado, pero el Libro del Dinero no tardó en aparecer. Lo tenía escondido en su propia cabaña.

              Cuando se celebró el juicio, la Jueza fue preguntando a cada uno de los imputados sobre cuál había sido la causa para su conducta con respecto a las hojas del libro:

              -Yo siempre pensé que así viviríamos mejor en el Paraíso –alegó el capellán.

              -Señoría, La Ley siempre debe ser respetada y esa era la Ley que sabiamente se escribió –fundamentó la jurista.

              -Yo no sabía nada de esto hasta ahora –aseguró el político.

              -¿Y usted? ¿Cuál fue la causa por la querer quedarse con todas las hojas? –interrogó la Jueza al banquero.

              -Verá, Señoría... Yo siempre fui un gran amante de la literatura.