Se llamaba en realidad Villa Drosini y procedía de una época en que los poderosos compraban con su riqueza soledad y silencio. En los tiempos de su máximo esplendor perteneció a un prelado romano que se solazaba en aquellos jardines de altos cipreses, amplias calles empedradas y arbustos cuajados de lilas, lejos de disputas, intrigas y sobre todo de importunos.
Pasó luego a otras manos igualmente aristocráticas, nuevamente a la curia en los levantiscos años de Garibaldi, y finalmente a la familia Guido Rutolo, conde Borghese, el diminuto anciano que paseaba su indolencia, a aquella hora de nubes litigantes y brisa más que mediana, en compañía de su viejo amigo Vittorio Grimitti.
En lo más apartado de la Villa, cara al mar, se alzaba un amplio promontorio al que ellos dos dieron un día el nombre de Jardín Rojo; luego el nombre se hizo extensivo a todo el parque, y así era conocido entre los romanos aquel remanso de paz y elegancia, sembrado aquí y allá de musgosas estatuas mutiladas, copia de otras que los turistas debían admirar a toda prisa en los museos vaticanos. La broma duraba ya más de cincuenta años y el propietario gustaba de realzarla ordenando cultivar en aquel espacio las rosas más blancas que podían encontrarse en toda Roma, una rosas grandes, aterciopeladas, como nieve triunfadora sobre todos los veranos.
Cuando alguna vez una dama o un caballero recién llegados a la ciudad preguntaban al conde por qué se llamaba Jardín Rojo a aquel lugar, don Guido explicaba que le había dado tal nombre en honor al rubicundo atardecer marino durante un arrebato poético, pero su declaración, aparentemente púdica, iba siempre acompañada por una sonrisa que tenía algo de cinismo condescendiente no del todo oculto.
Sólo Vittorio sabía la verdad, y precisamente por ello había pasado de sirviente del conde a amigo y confidente. Sólo él sabía cómo habían asesinado, uno a uno, a la docena de partisanos comunistas que se habían ocultado en la Villa durante la ocupación alemana, y cómo los habían enterrado luego en aquel perdido rincón del parque. Los macizos de rosas disimularon las sepulturas y el color blanco purísimo había sido un pequeño brindis del conde al humorismo familiar que tan popular lo hiciera en los salones elegantes de entreguerras.
Aquella tarde había ido con Vittorio a supervisar los trabajo de renovación de los macizos. Algunos rosales eran ya demasiado viejos y debían ser injertados o sustituidos por otros de la misma variedad.
—Todo debe cambiar para que todo siga igual — dijo el conde a su amigo, parafraseando a Lampedusa.
Vittorio se encogió de hombros, aceptando la sentencia. Para él los doce hombres que yacían aún bajo aquella flores no tenían la menor importancia, pero el lugar le seguía produciendo un vago escalofrío.
Don Guido frunció el ceño, como siempre que estaba a punto de alumbrar una agudeza.
—Sería buena cosa que el último de nosotros que muriese confesara la verdad —dijo con cierta sorna.
—No, mejor que el secreto del Jardín Rojo muera con nosotros —respondió Vittorio con el rostro dulcificado por el recuerdo de otro secreto bien distinto: en aquel lugar se le había entregado por vez primera la condesa.