En un banquito de cortas patitas, estaba sentada aquella niña de mirada distante y sonrisa con ausencia de alegría. Sus piernitas flacuchas de prominentes rodillas, se unían mientras las canillas se separaban dando forma a esa particular figura en “A” pues sus piececitos se hallaban girados hacia adentro, tocándose los deditos de ambos pies. El cuadro era cómico, tierno y al mismo tiempo… desolador.
A pocos metros de altura sobre ella, una espesa y gris nube de no más de ochenta centímetros, lloraba gotas gélidas que empapaban a la niña.
¿Cómo podía ser que en un día tan soleado y atractivo para vivirlo plenamente, aquella nubecilla gris se empecinara en propinarle una lluvia exclusiva e incesante a la niña de mirada ajena y distante? ¿Es que acaso hay seres humanos que nacen y viven con tormentas sobre sus cabezas?
Largo rato estuve observando con minucioso detenimiento a la niña sentada en el banquito en medio de la plazuela, con su nube gris goteando sobre ella. Por sus dorados cabellos recogidos en desordenadas trencitas y su carita de piel extremadamente blanca, se deslizaban manantiales de agua que presumo, caían unificándose con sus lágrimas, casi como queriendo ocultarlas.
Pude haberme largado ¿Qué necesidad tenía de entrometerme en sufrimientos ajenos cuando tenía más que suficiente con los propios? Y sin embargo, no tuve el valor…no pude… Mi corazón oprimido me decía “Ella es”. Ni por atisbo podía sospechar quién era “ella” pero con cada latido, mi cerebro iba obnubilándose más y más. No había modo de utilizar la razón pues a cada segundo se iba apoderando de mí la certeza de que era “ella”…ella era vital ¿Para qué, por qué? ¿Cómo podía saberlo? Desde la sinrazón, algo me impulsaba a acercarme. Cuando estuve frente a ella, a centímetros de su humanidad, no supe qué decir, escuetamente me quedé observándola. La niña de trencitas enmarañadas se rascó la rodilla derecha. Pude apreciar su rostro; la sonrisa dibujada no estaba más, la lluvia la había borrado. De repente pero con suma lentitud, elevó su cabecita hasta hundir su triste mirada en la mía. Delineó una amplia sonrisa y gritó:
- ¡Papá!- pegó un brinco y se abrazó a mi cintura. Como por obra de arte y magia, la nubecilla gris que hasta ese momento había estado sobre ella, se evaporó.
-¿Quién eres, pequeña? No te conozco- traté de liberarme de esos bracitos enclenques pero ella se aferró con más ímpetu y volvió a mirarme fijamente a los ojos.
-¿No me reconoces, papito? Soy tu hija. Te estaba esperando, sabía que vendrías por mí… y viniste.
Fue entonces que recordé que había acudido a la plazuela porque esa mañana, a la hora de afeitarme, hallé pegado al espejo con un trocito de cinta adhesiva, un papelito donde se leía “El destino aguarda por ti en la plazuela”… y aquí estaba…quizás esta niña era el destino que me estaba aguardando. No había otras personas, objetos o circunstancias a mí alrededor. Hacia cualquier punto que dirigiera mi vista y el resto de mis sentidos, no había nada, absolutamente nada, como si el espacio se limitara a ella y el banquito, como si un vendaval hubiera disipado el escenario dejándonos sólo a los dos, enfrentados, mirándonos.
Tomé a la niña de la mano y comenzamos a caminar. Mientras yo iba encerrado en un mutismo analítico que escarbaba en mi entelequia, tratando de hallar explicaciones coherentes, la niña que se decía mi hija, no apartaba la mirada de mí al tiempo que sonreía y entonaba cánticos que revelaban penas, dolor y desamor. El monótono estribillo coreaba “Nunca me llevaron de la mano, nunca me llevaron de la mano…”
Casi sin darme cuenta, llegamos a la burbuja en la que habito, mi santuario, ese que me otorga la soledad necesaria para fabricar mundos. Le dije que se pusiera cómoda más ella se rehusó a soltar mi mano. Así, con su manito aferrada a la mía, ocupé mi sillón-santuario y empecé a fabricar mis mundos con la niña sentada sobre mis rodillas. Me resultaba extraño ya que jamás permití que profanaran esos momentos en que mi mente se desliga de mi estado de conciencia, imperiosa necesidad para crear… pero allí estaba la pequeña. Su presencia era natural, como si siempre hubiera participado de la construcción de mis fantasías. Pasé horas concentrado en mi tarea hasta que sentí hambre, ella también, entonces comimos unos bocadillos que yo mismo preparé y mi niña degustó con avidez. Estábamos cansados, nuestros cuerpos invitaban al reposo; nos acostamos uno al lado del otro y dormimos. No me soltó ni un instante. La tibieza de su manito en la mía, nos sumió en un profundo y delicioso sueño… siempre sin soltar nuestras manos.
Recogidos en ese estado de ensueño, nos internamos en un territorio tenebroso. Era obvia su peligrosidad ya que a la entrada un letrero anunciaba “Esta es LA OTRA CARA, refugio de ermitaños, transgresores, insatisfechos, abusadores y patrañeros”.
La advertencia de aquel cartel no detuvo nuestro andar; acaso porque estábamos convencidos que al estar tan fuertemente fusionados, nada malo podía sucedernos. Con recelo pero decididos, continuamos internándonos en ese presunto temible territorio. Eché una concienzuda ojeada a los alrededores y no vi otra cosa que ruinas y montículos de basura. Más, de pronto percibí movimientos, y de entre uno de esos montículos emergieron un grupo de seres con rostros de roedor y cuerpos de hiena dispuestos a atacarnos. Tomé a la niña y la aupé sobre mis hombros a la vez que extraje el alfanje que siempre llevaba al cinto…del miedo nació el coraje… Con la niña posada sobre mi cerviz y cogida a mi cuello, arremetí contra aquellos seres zoomorfos. Mi filoso alfanje iba cercenando miembros y cabezas; la lucha era desigual en número pero esa persistente necesidad de protegerla, guiaba la trayectoria del filo de mi arma y no erraba tajo ni estocada. Me resulta imposible calcular cuánto duró la lid. Cuando caí de rodillas, extenuado y jadeante, la niña y yo estábamos empapados con la sangre verde de aquellos entes que ahora no eran más que un repulsivo picadillo sanguinolento, producto de la acción de mi incisiva arma. Al bajarla de mis hombros me llevé una gran sorpresa, la niña ya no era una niña, era una mujer en todos sus sentidos aunque conservaba el rostro infantil. Se paró frente a mí y me dijo a modo de sentencia:
-De ahora en adelante yo te cuidaré y haré de ti el león Rey que mereces ser- Luego me ayudó a levantarme pues por mis propios medios me resultaba dificultoso, aún no recuperaba las fuerzas para hacerlo.
Inexplicablemente, decenas de plumas blancas cubrían el campo de batalla.
Retomamos nuestro andar, tomados de la mano. La noche sentó presencia envolviéndolo todo en una atmósfera de tierna y a la vez, seductora complicidad. Fue entonces, que ella pronunció:
-De aquí hasta mis últimos días, iré donde tú vayas. Serás mi padre, mi marido, mi amigo, mi cómplice, mi hijo. Serás mi todo por siempre. Lo juro por Dios.
“¿Cuánto duran los días de un ángel?”
Sonreíamos todo el tiempo; nos alimentábamos con alguno que otro mendrugo de pan, y nos prodigábamos mucho amor, mientras planeábamos la construcción de mundos, con el único material que teníamos a mano… nuestra imaginación. Con ella fabricamos un corcel blanco de largas patas, y alas muy grandes. Con él hacíamos largos vagabundeos surcando los cielos de los caseríos. Ella iba a las riendas y yo detrás hablándole de la penuria de la gente al acarrear materiales como piedras, ladrillos, madera, etc. etc. pero que yo les enseñaría como hacer casas, ciudades y torres con papel, humo… o sólo con palabras. Todo era felicidad, el mundo no importaba, nosotros éramos el eje del universo. Mas al cabo de un tiempo, ella me dijo:
-Debo volver a mi banquito de la plazuela, es preciso que lo haga pero algún día regresaré por ti- Al escucharla, mis ojos se humedecieron…¿Y si no volviera nunca más, qué será de mí?
Cuando desperté, ella no estaba más.
Día a día hallaba pegados al espejo con cinta adhesiva papelitos con escritos que me hablaban de un amor sublime y promesas de sueños que cumpliríamos cuando ella reapareciera para irrumpir en mi tediosa vida, todos con el mismo epilogo a modo de rúbrica: “Tu destino… tu niña”
Durante muchos meses, los papelitos pegados al espejo continuaron apareciendo, siempre con el mismo talante pero de a poco los mensajes empezaron a escasear y hacerse cada vez más distantes.
Sucedió una mañana. Iba a afeitarme cuando hallé una de las notitas, y grabada en ella: “Perdóname por abandonarte, pero debo aguardar una señal…la señal que me revelará el SUPREMO más sólo yo debo descifrarla y para eso debo tomar distancia de tu mundo…”
En cinco centurias jamás había conocido la felicidad… y ahora que la supuse mía, que abrigué esperanzas, que me inventé una vida sin brujas ni escobas, ella, mi niña felicidad, me daba un portazo en las narices.
De un golpe de puño destrocé el maldito espejo, escogí cuidadosamente uno de los trozos más filosos y con habilidad de cirujano abrí mi pecho. Introduje mi mano temblorosa en el hueco, justo en el centro de mi arrojo y me arranqué el corazón. El hambriento de amor aún latía en mi puño cuando lo arrojé al excusado. Desangrándome caí de rodillas. Mientras jalaba la llave del paso de agua pensé: “Tenía una cita con mi destino… ¿Soledad es el nombre de mi destino?”. Caí de bruces al piso, todo se tornó negro, muy negro… sentí que me deslizaba en medio de esa lobreguez. Lo último que pensé fue “¿Por qué la vida me hizo esta broma…?” ¡Claro! Debería reírme pero se vería ridículo hacerlo mientras mi existencia se va consumiendo con cada gota roja que riega el piso… estoy muriendo.
¡OH!…una luz celeste al final del túnel… ¿Y si no es mi momento? ¿Y si no me está permitido atravesarlo? ¿Sucumbiré en la eterna penumbra del purgatorio por no haber sabido esperar la señal?
No importa, ya estoy en camino…no puedo ni debo retroceder…
O. Mejìa, Arte y Cultura.