¿Soy una torturadora de perritos indefensos o soy muy buena ciudadana? En serio, no lo sé, y me gustaría que alguien me lo aclarase, porque eso de la introspección se me da muy bien, sí, pero yo no llego a conclusiones, yo me pierdo por los recovecos de mi mente sin resolver nada.
Verán, resulta que me encantan los perros, y hoy estaba caminando por la calle (órdenes estrictas del médico: yo no salgo de casa si no es por prescripción facultativa, vamos, hombre...), y -como es natural- llevaba los auriculares puestos, cuando, al pasar por un chalecito, un ladrido espantoso atronó las calles. Como llevaba la música a todo trapo, éste llegó a mis oídos muy atenuado y ese sobresalto que me ahorré, pero me percaté de que el perro, un pastor alemán bastante grande, se refería a mí.
Imagínense mi estupor. Aquél innoble cánido presumía que yo tenía intenciones aviesas para con él o su hogar. ¡Me tomó por una vulgar delincuente! ¡A mí! ¡Oh! ¡Qué indignación recorrió mi espíritu, qué... qué humillación tomó mi alma! ¿Cómo se atrevía ese montón de pelusa a prejuzgarme así? Mientras el chucho asomaba la cabeza sobre la valla del chalecito y ladraba sin parar que parecía que le iba a dar algo, pensé que era una lástima que la Naturaleza no me hubiera dotado de genitales externos y sí de un elevado sentido de la higiene y de la educación, porque con algo de lo primero y mucho menos de lo segundo, me hubiera orinado en la puerta del chucho, sólo por fastidiarle. Pero en lugar de eso, hice algo mejor.
Me alejé un par de pasos, me aclaré suavemente la garganta , y con mi mejor vocecita melodiosa, musité con mimo: "miaaaaaaaaaaaaaau....". Para qué queríamos más. Si mi interlocutor canino ya parecía al borde de la histeria, ahora directamente se dejó deslizar y se revolcó en ella con toda su esquizofrenia perruna, salpicando de babas el murete exterior de la casa y haciendo ímprobos esfuerzos por saltar la valla que le separaba de su -ahora sí- provocadora, que le dedicaba sonrisitas sardónicas y gestos groseros desde la tranquilidad del otro lado de la calle.
Proseguí mi camino, y admito que me sentí un poco culpable. A fin de cuentas, el chucho sólo hacía su trabajo, y estaba claro que un ser que reaccionaba con esa agresividad, no podía estar muy equilibrado mentalmente; quizá era uno de aquellos pobres perros a quienes sus amos mantienen en soledad horas y horas, y sólo los sacan a dar un corto paseíto por la mañana y por la noche... Generalmente, los animales, suelen caerme bastante mejor que las personas. En ese punto de la reflexión estaba, cuando vi a un autobús subir la cuesta que yo bajaba, y a un señor correr hacia la parada.
Me di perfecta cuenta de que mi convecino no iba a alcanzar la parada antes de que el chófer pasase por ella, de modo que extendí la mano y di el alto al autobús para que se detuviera. El señor me agredeció con la mirada lo que sus labios no podían expresar por haber ido corriendo cuesta arriba, y yo hice una pequeña inclinación de cabeza en señal de reconocimiento. Y el cómo tres personas puedan entenderse tan bien sin necesidad de pronunciar una sola palabra, lo trataremos otro día, porque yo me quedé ahora con dudas existenciales sobre mi personalidad. Los animales suelen gustarme más que las personas, y sin embargo yo había importunado a un honesto perro guardián con maullidos, sólo porque este me había juzgado mal, y después había hecho un favor a un perfecto desconocido... ¿soy mala persona, o soy buena persona? ¿Soy una horrenda torturadora de perritos indefensos, o una buena vecina?
¿Ven por qué no me gusta salir a la calle? ¡Me provoca exceso de revoltijo mental!