La principal molestia que padezco en mi estimación de la relación del individuo con la esfera cultural contemporánea predominante consiste en la descorazonadora constatación de que lo pésimo haya quedado revestido, mediante orquestadas campañas publicitarias en que los críticos han sido puestos, gracias no únicamente al soborno, sino a los inagotables frutos de las ideologías confeccionadas ad hoc con los más perniciosos propósitos, finalmente casi en su totalidad al servicio de la maquinaria del poder -siempre ha sido así, más ahogadas han quedado ya por entero en el maremágnum de ensalzadores las siempre insuficientes voces discordantes-, de legitimidad en amplios estratos de la sociedad.
Con esto quiero decir que -algunos quizá aún, incluso a pesar del extendido agusanamiento encefálico cuyas manifestaciones se reconocen doquiera, capaces sean de rememorarlo- salvo en los círculos más estrictamente marginales y deplorables, era hasta hace no demasiado para todos palmario el hecho de que el entretenimiento para las masas insultaba al intelecto y desagradaba a los sentidos. Esta intuición reflejaba la naturaleza objetiva de una cultura que desde los medios de opinión se promueve y en los despachos se diseña con el fin prioritario de servir de herramienta de control social; o, como algunos dirían, muy acertadamente, de adaptar el ocio para que sirva de forma tan eficaz como se pueda de elemento sustentador de un trabajo alienante hasta la extenuación.
Casi nadie tenía, por tanto, la osadía de proclamar ayer las grandezas y logros del último vómito cinematográfico o pseudomusical, cuyo consumo se requería para estar <<al tanto>> de las últimas tendencias, sin cuyo íntimo conocimiento no podía pertenecer uno a los grupos de <<la gente bella>>. Manifiesto es que muchos, los muy tímidamente más inteligentes, o meramente inadaptados, hubimos de ser engañados de forma sistemática, haciéndosenos creer, por ejemplo, que pertenecíamos a una contracultura, que en verdad en nada desafiaba a las corrientes predominantes, y que en poco, salvo en la apariencia externa, se diferenciaba de ellas, para que gustosamente, como el resto, vaciáramos nuestras mentes y nuestros bolsillos, que no vienen a ser sino lo mismo, sin que nos asaltara un exceso de dudas y remordimientos.
No obstante, este truco ya no se requiere, ni valdría, puesto que la bazofia con la que empalan las débiles mentes de los consumidores ya no se reconoce como tal en círculo alguno, sino que el áureo revestimiento, como ocurre con las bagatelas, engaña a los sandios e incautos, que a precio de oro o diamante adquieren tantos adornos como pueden para engalanar sus personalidades raquíticas y desnudas que jamás han sido, ni serán, cultivadas más que con una ponzoña que ni sirve a los propósitos del excremento; y que tan abominables y despreciables son, que no pagan más que con odio y reproches a quien les demuestra, con su presencia, la bajeza de sus procederes.
Es, por tanto, que dictamino que quien ensalza la barbárica y machacona pseudomúsica que emula el desganado y fatigoso ritmo del trabajo, y para ello emplea las horrendas voces sin educar y casi salvajes de los que ingenuamente creen haber dejado atrás su esclavitud, así como quien loa una única película de Marvel, viaja al realizar tales actos atrás en el tiempo, tornando retroactivamente, desde su concepción misma, a la madre propia en prostituta.