Sobre la juventud y la nostalgia: una generación depresiva

No les voy a engañar: me gustaría haber vivido la adultez en otra época. Reconozco los peligros de centrar los pensamientos en el pasado, mas no puedo escapar de las fuerzas que me inclinan a ello. Con mis años tendría que estar mirando al futuro, a lo que está por venir, pues dicen que el mañana es el espacio a ser conquistado por los jóvenes. Cada vez que lo intento se me enfrían rápido los propósitos.

Soy nostálgico y no me duele reconocerlo. Querría haber vivido en una sociedad animada por la creencia de un futuro mejor; alentada por quien cree que existen convicciones fuertes. Sé reconocer los males de otros tiempos: peor calidad de vida, jornadas duras, libertades reducidas, etc. Sin embargo, tenían algo de lo que hoy carecemos: verdades inmutables; certezas absolutas. Nuestra patria es hoy la incertidumbre y nuestra religión la desconfianza. La subjetividad se impuso al hecho y a nadie parece importarle.

Los jóvenes, derrotados por un enemigo al que no acabamos de reconocer, optamos por replegarnos al castillo de la individualidad; desconfiamos de una sociedad que nos es ajena al no ver en ella un asidero que nos sirva de alivio. Nadie nos había enseñado la importancia de grandes valores como la religión y la familia y, en consecuencia, dedicamos nuestros esfuerzos a perseguir la quimera del triunfo económico o el de la validación social.

Las carencias anteriores hacen que la depresión campe a sus anchas avivando, más si cabe, a nuestros propios fantasmas que tan solo pueden ser exorcizados a golpe de benzodiacepinas. Es este un mundo extraño subyugado por falsos dogmas y un consumo digital inagotable. Esperanza Ruiz diría que subsistimos con whiskas, satisfyer y lexatin.

Si algún lector de más edad encuentra estás palabras ofensivas, les pido paciencia; no hay nada frívolo en lo que acabo de explicar. Les ruego que piensen en nosotros como individuos llenos de ilusiones insatisfechas y objetivos incumplidos. Nosotros, como Santiago, aunque todavía no nos ha llegado la vejez, vamos en un barco a la deriva; en todo caso él tenía un pescado que obtener, nosotros no. Carecemos de esa fuerza catalizadora que ha movido al ser humano durante generaciones. Más que mofa, espero del lector preocupación y comprensión.

Sepan que mi nostalgia no se ha tornado en melancolía  — al menos, de momento — . Aunque en mi vida adulta únicamente he conocido crisis y cada vez encuentro más fatigoso recordar tiempos mejores, sé que necesitamos orientarnos hacia el futuro. De Nietzsche he aprendido a rechazar el nihilismo, que algunos defendieron, y apostar por la vida. Los jóvenes queremos  — necesitamos —  aferrarnos al impulso civilizatorio que otros han conocido.

Para ello necesitamos recuperar esas verdades inconmovibles que tanto reconfortaron; debemos rechazar a los falsos profetas que hacen glorias de la mentira y la manipulación. Habrá unos cuantos dispuestos a dar batalla, pues no son pocos los que confían en que estas certezas están ya caducas.

Ante esta postura, la sociedad debe unirse para para evitar que la melancolía emerja y se enquiste. Los herederos de la España del mañana serán los testadores del futuro y, ante los desafíos que vendrán, no nos podemos permitir una quiebra generacional como la que está teniendo lugar.

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El mundo que hemos perdido

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