El tipo había sido salvado in extremis de arrojarse por el acantilado y dejarse la vida en las colosales rocas de granito acumuladas en la base. De forma milagrosa un excursionista le divisó justo a tiempo, interviniendo con un afortunado placaje de rugby en el mismo momento que se disponía a saltar al vacío. El pobre diablo se encontraba profundamente desorientado y no cesaba de proferir frases sin significado… era evidente que estaba desvariando. Tras una primera evaluación por los servicios de salud mental, me lo asignaron como paciente en el hospital psiquiátrico donde desarrollo mi actividad como psicólogo clínico. Grosso modo esta fue la primera conversación que mantuve con él:
– Juan, ¿por qué intentaste acabar con tu vida ese día?
– Mira doctor… se lo he dicho a toda esa gente por activa y por pasiva. Yo no soy un patético suicida.
– De acuerdo, ¿entonces puedes explicarme qué pretendías conseguir arrojándote desde una altura de 50 metros? ¿Quizá volar como un pájaro?
– Efectivamente doctor, volar como un pájaro. Celebro que seas un profesional competente y sagaz… nos vamos a llevar bien…
– Pero tú no eres un pájaro -le dije. De hecho, los humanos que han intentado desafiar las leyes de la gravedad siguiendo tu primitivo método no han tenido mucho éxito…
– Te equivocas -respondió. En esta ocasión yo estaba equipado con las alas adecuadas para ascender al cielo y que el sol no las quemase. Sin embargo, ese entrometido arruinó mis planes.
– Un momento, Juan,,, ¿me estás diciendo que tu objetivo era alcanzar el cielo? Y si no he entendido mal… ¿ya lo habías intentado antes?
– Exacto… yo ya había conseguido alcanzar el cielo… pero mis alas no me permitieron permanecer allí de forma permanente… eran alas defectuosas cuyas plumas fueron enlazadas con cera. El sol terminó derritiéndola y… bueno, caí inevitablemente a tierra.
– Mmmmm, ya lo voy captando… entonces decides retornar a las alturas celestiales fabricando otras alas más confiables. ¿Qué podía salir mal?
En ese instante se produjo un incómodo silencio entre los dos… era evidente que tendría que tener más tacto y evitar ciertos comentarios burlones.
– Juan, háblame del cielo… ¿qué hay allí para que anheles regresar con tanta desesperación?
– Mi familia, doctor. Mi mujer, mis hijos… tengo que volver y recuperarlos antes de que sea demasiado tarde. El cielo es el universo al cual pertenezco, no este en el cual me hallo ahora… pero fui expulsado de él por no utilizar la equipación adecuada. En cierta manera soy una especie de ángel caído señalado por el pecado… el pecado de no haber sido capaz de utilizar los mejores recursos para mantener batiendo mis alas y permanecer donde debía permanecer. Y esa es mi tragedia, no haber estado a la altura -nunca mejor dicho- de las circunstancias.
Poco a poco las piezas empezaban a encajar. Juan había sufrido un divorcio muy doloroso en el cual había perdido a su familia y hogar… y nunca lo superó. En sus puntuales momentos de lucidez él comentaba que conoció la felicidad plena con su ex-mujer, pero fue incapaz de conservarla a su lado. O dicho de otra manera, nuestro personaje se elevó hasta el cielo, donde permaneció gozoso mientras sus deficientes alas se lo permitieron, para a continuación desplomarse a tierra con estrépito y sumirse en el infortunio más cruel. Así era como su mente visualizaba su desgracia, confundiendo la metáfora del mito de Ícaro y la realidad, creyendo literalmente de esta guisa que podría recuperar su antiguo estatus en el firmamento con unas alas más funcionales y una determinación a prueba de bombas. En cierta manera me recordaba a Robert Conway, personaje principal del clásico del cine «Horizontes Perdidos», empecinado en retornar a Shangri-La a pesar de todas las adversidades. Así era Juan… un individuo que no se resignaba a hundirse fácilmente y que ideó una quimera delirante solo para darle un sentido existencial a su vida. Por supuesto, esto complicaba sobremanera mi misión de devolverle a la realidad y evitar que terminase despeñado en algún barranco emulando al hijo de Dédalo. Honestamente, en no pocas ocasiones me preguntaba a mí mismo qué derecho teníamos de robar sus sueños y enfrentarlo con su peor pesadilla, asumir la pérdida definitiva de su familia.
Las semanas se sucedieron y con ellas, mis sesiones con Juan, hasta que un día mantuvimos la que iba a ser última reunión, sin que yo lo supiera entonces. Esta fue parte de la conversación sostenida:
– Juan, llevamos ya unas cuantas reuniones y no progresamos como me gustaría… ¿sigues insistiendo en la idea de que tu familia te espera allá arriba?
– Por supuesto… ¿dónde si no han de estar? Pero debo decirle que estoy bastante satisfecho… acabo de diseñar un nuevo prototipo de alas que mejora enormemente el anterior modelo.
– Juan, por favor… escúchame… ayer me entrevisté con tu ex-mujer en su casa. Tuvimos una charla…
Su ex-mujer era una atractiva madura que debía de rozar la cincuentena -Juan era algo mayor-, muy atenta y solícita, escoltada en todo momento por un brutal mastín de aspecto despiadado que no dejaba de observarme. Sin embargo, aunque la conversación se desarrolló en un tono cordial y amable, había algo inquietante en la escena perro-mujer que me producía escalofríos y un rechazo que nunca acerté a racionalizar.
– ¡¡Eso es imposible!! -respondió muy alterado. ¡Esa tipa que dice ser mi ex-mujer es una impostora! ¡Mi mujer me está esperando arriba junto a mis hijos!
– Amigo mio… tienes que aceptarlo… ella te amaba, pero con el transcurrir de los años vuestra relación se fue deteriorando. Hicisteis todo lo posible por salvar los muebles, en vano… y ahora tiene otra vida con una tercera persona. Game Over. Este es el único universo al que puedes acceder… el universo donde vives y respiras.
– ¡Joder, doctor! Me resulta inconcebible que un tío listo y preparado como tú se deje embaucar por una estafadora de tres al cuarto. Me siento muy decepcionado por tu ingenuidad de principiante… creo que por hoy ya he tenido bastante…
Y fue así como abandonó mi despacho, con cara de pocos amigos y mascullando injurias de todo tipo. Al principio confié ingenuamente en la reanudación de la terapia por su parte, pero los acontecimientos se precipitaron de forma determinante: Al día siguiente Juan escapó del centro aprovechando un descuido de los celadores de guardia. Escasos días después fue visto por un testigo dirigiéndose con paso decidido hacia el acantilado de las afueras de la ciudad; otro declarante le divisó momentos después lanzándose al vacío… y esa fue la última ocasión en que se supo de él. Lo alucinante del asunto es que, tras una intensa búsqueda de varias jornadas, su cuerpo no apareció… jamás fue hallado. Ni siquiera encontraron un mínimo rastro de sangre en las rocas del fondo. Era como si su cuerpo se hubiese volatizado por obra de algún extraño conjuro, fenómeno altamente improbable que atrajo a no pocos investigadores paranormales que acudieron en masa ante el impacto mediático del caso. Al igual que los investigadores policiales, también tuvieron que claudicar ante la falta de resultados. Sencillamente Juan desapareció de la faz de la tierra…
Os voy a confesar algo: tengo la convicción de que Juan finalmente pudo remontarse a las alturas y trasladarse a ese otro universo donde le esperaba su familia. Simplemente creo -necesito creer- que aun siendo físicamente imposible, viajó desde este mundo de agonía y amargura a otro mundo paralelo en el que se encontraba su verdadera patria: su familia. Después de tantas visicitudes por fin recuperaría todo aquello que le fue despojado. ¿Realmente sucedió así? Bueno… quiero creer que cualquier desdichado quizá pueda tener una segunda oportunidad en otra vida, aunque tenga que violar las leyes de la Física y desafiar a la mismísima eternidad. Quiero creer que esta vez Ícaro lo consiguió.