Nunca he comprado pan de centeno. Tampoco lo voy a comprar hoy. Iré a la panadería como todos los martes, jueves y sábados, y compraré una barra de pan casero. No preguntaré por la chica que me atiende normalmente. No me fijaré en los ojos rojos de la dueña, que me atenderá con voz temblorosa y miraré con desprecio las especialidades alineadas en el mostrador, el extravagante pan de pasas y nueces, al que solo le falta el ron para saber a helado; el pan Kamut que por lo visto se hace con un trigo antiguo y que me imagino que sabrá a podrido; el Tritordeum, elaborado, según me contaron, a base de un nuevo cereal que mezcla trigo y cebada; el pan gallego, aquí, a más de mil kilómetros de Galicia; el de soja, como si los chinos comieran pan; el de cúrcuma, que supongo que sabrá a kebab o, en el colmo de la desfachatez, el pan de algas y agua de mar, que solo pueden comprar los gilipollas que no han comido un bocadillo decente en su puta vida.
Pero, sobre todo, me ofende la existencia del pan de centeno. Ese pan negro, de pobres, que comían mis abuelos porque no tenían dinero para pan blanco. Ese pan envenenado con hongos alucinógenos del que se alimentaba Santa Teresa de Jesús y que le hizo escribir aquellos poemas de amor alucinado dirigidos en realidad a San Juan de la Cruz, otro adicto al cornezuelo, que andaba en amores con un dios de pétreos muslos.
Hoy ese pan negro se vende carísimo y en mi panadería le añaden la denominación de origen “alemán”, al nombre. Pan de centeno alemán, de tal forma que no se sabe si es el pan o el centeno los que son alemanes. Como si eso, además de ser una mentira, añadiera alguna cualidad portentosa a lo que no deja de ser, para mí, una miserable hogaza amasada con los recuerdos de miseria y tristeza que heredé de mis abuelos. Recuerdos que hoy son consumidos como si fueran un artículo de lujo por jóvenes parejas tan preocupadas por su salud y su bienestar que no se dan cuenta de que viven en un perpetuo estado de enfermedad, tan atentos a sus movimientos intestinales que todo lo que piensan, respiran, consumen y sueñan se convierte en mierda. Mierda negra de centeno alemán.
Por eso hoy tampoco compraré pan de centeno. Iré a la panadería como todos los martes, jueves y sábados a comprar mi barra de pan casero que me dura dos días. Los lunes no como pan, practico el ayuno y el recogimiento espiritual en la penumbra de mi hogar, acompañado por mis fantasmas familiares, mis fieles consejeros. Entraré en el local sin preocuparme por el revuelo de mujeres ansiosas en cuyos ojos se podrá leer la avidez por devorar la tragedia ajena como si fuera un pan especial. No me fijaré en los coches de la policía aparcados frente al local, ni en el hombre de mirada cansada que me escrutará suspicaz. Pediré con voz firme mi barra de pan casero y no pensaré en Marta, la chica que me atendía normalmente, la joven hermosa y simpática que siempre tenía una palabra amable para mí. Que se habría preocupado si algún día no me hubiera visto entrar por la puerta de la panadería, los martes, jueves y sábados, siempre a la misma hora, siempre perfectamente afeitado y arreglado, porque mi abuela me enseñó que la limpieza es una forma de respeto hacia los demás, aunque no se lo merezcan. Marta, la mujer de ojos color de mar que me miraba como si yo fuera alguien especial, que me llamaba por mi nombre y que siempre tenía una sonrisa para mí.
Marta. Se llamaba Marta.
La puta asquerosa que, tarde lo descubrí, siempre tenía una palabra amable para todo el mundo. Que sonreía por igual a todos los hombres, en especial a los que no se lo merecían. Que tenía un fuego por apagar entre las caderas, un fuego místico, como si hubiera consumido hongos alucinógenos. Que salió sofocada a atenderme ayer, arreglándose la ropa y el pelo, demasiado sonriente. A través de la puerta entreabierta del horno vi al nuevo panadero, su mueca lúbrica de satisfacción, mientras se abrochaba los pantalones. Como soy madrugador, no había nadie más en el local. No tuve ni que pensar. La harina era roja en el obrador cuando salí.
Soy un hombre justo. Por eso estoy tranquilo. Mi conciencia está tan tranquila como todos los martes, jueves y sábados, cuando entro en la panadería a buscar mi barra de pan casero. Pago con el dinero exacto, sin hacer preguntas y sin esperar ninguna pregunta a cambio. No he hecho nada malo, así que no me preocupa que el hombre de la mirada cansada me coja por el brazo y me diga que quiere hablar conmigo.
Hasta que me doy cuenta de que hoy es miércoles.