- Mierda - gruñó Jesucristo a nadie, en la habitación del Four Seasons Motel-. Es la última vez que me meto speed, lo juro.
Sabía que siempre decía lo mismo, pero esta vez iba en serio. En realidad, todo había sido un problema de logística. No conocía a nadie en Mount Vernon o, mejor dicho, la gente a la que conocía estaba muerta o entre rejas. Y las cosas se habían precipitado. Él quería pillar coca, porque a las putas les gusta la coca. Y a Él le gustaba la coca. Joder, a todo el mundo le gusta la coca. La coca le volvía locuaz, simpático, carismático, le daba un aura especial. Era casi lo mejor del mundo, después del éxtasis claro. Pero el éxtasis no era bueno para irse de putas. Lo mejor era la coca, sin duda. Pero su agenda ya no era tan buena como antaño y el tiempo se le echaba encima y solo consiguió pillar unos pocos gramos de speed en un tugurio del centro y eso gracias a un contacto de Chicago. La mierda que le pasaron debía de estar cortada hasta con la tiza que usaban para los tacos de billar, pero no era momento para ponerse exquisito.
El speed era una mierda. Le ponía de un humor siniestro, oscuro, plutónico. Y lo peor de todo era que hacía que le picaran las cicatrices de las manos. Se pasaba el tiempo rascándose, como un puñetero judío avaro. Se miró al espejo del baño. Parecía un puñetero judío.
Su psicoanalista insistía en que tenía que poner freno a su antisemitismo pero, claro, su psicoanalista era judío. Se llamaba Aaron Aaronson, aunque Cristo estaba convencido de que era un nombre falso que se había puesto para aparecer el primero en las guías. Más de una vez Jesucristo le había preguntado por qué no había llamado Adolf a su hijo o por qué su casa no se llamaba Villa Auschwitz, a lo que el semita, fariseo como todos los de su especie, le respondía que él no amaba en secreto a Hitler ni buscaba su aprobación a través de sus actos. Que comparase a su padre con Hitler no le parecía mal, era la otra parte lo que le sacaba de sus casillas. Él no buscaba la aprobación del Viejo, qué cojones. El problema era que al puto Yahvé le comían los celos y no soportaba que su hijo fuera más famoso que Él. Que lo hubiera pensado antes de enviar al pajarito para follarse a su madre.
Era el Viejo el que tendría que haberse dejado la pasta en el diván de Aaron Aaronson, para tratarse la megalomanía y su narcisismo feroz aunque, a ver quién era el valiente que le decía algo. En esta configuración del Universo era bastante poderoso, aunque no “todopoderoso” como había contado a sus profetas. Vale, la megalomanía era comprensible. Bajo sus diversos nombres, siempre había sido temido y adorado a partes iguales por los habitantes de la Tierra. Temido y adorado en el caso de su padre formaban una moneda que solo tenía dos caras. La cruz la reservó para su hijo, el muy cabrón. Sin embargo, Jesús habría podido perdonarle incluso eso. Lo que no le perdonaba era que… ¡joder, no sabía qué era lo que no perdonaba a su padre! Por eso llevaba tantos años debatiendo con psicoanalistas judíos, buscando la causa de la depresión y la cólera que lo habían llevado al consumo desmesurado de toda clase de sustancias desde que había dejado la Casa del Padre.
- Puto speed -masculló, mientras se preparaba otra raya con manos temblorosas. Y mañana voy a tener un bajón de la hostia.
Rió entre dientes, mientras marcaba en el móvil el número de su primo. No era la primera vez que recurría a él para que le hiciera una limpieza cuando las cosas se ponían complicadas. A Luzbel se le daban bien estos asuntos y, además, siempre tenía a mano algún alma descarriada a la que cargarle el muerto. Le llamaba primo aunque técnicamente debería llamarle hermano. O hermanastro. ¿Cómo llamas a alguien con quien compartes el padre (más o menos) pero no la madre porque él no tiene madre? Al principio el Viejo, en su soberbia creó a su corte a su imagen y semejanza, y los envió a la Tierra para sojuzgar a los hombres. Pero no tuvo éxito. El temor que causó fue inmenso, sin duda, pero la gente siempre se mostró poco dispuesta a adorar cosas malolientes con cuernos, tentáculos y más de dos ojos. Al menos, la mayoría de la gente.
El narcisismo de Yahvé se tambaleó, pero su desconexión de la realidad era tan grande que no dejó que eso le afectara. Su jugada maestra fue permitir que los humanos construyeran su imagen a semejanza de ellos mismos. Nunca le había gustado la imagen del anciano de barba blanca, aunque en la época en que se llamaba Zeus al menos podía lanzar rayos. Pero su jugada maestra también fue el principio de sus problemas de imagen. Él se veía hermoso tal y como era, y así quería ser aceptado. En especial por las mujeres. Siempre le habían parecido hermosas las hijas de los hombres, pero nunca pudo relacionarse con ellas más que recurriendo a engaños o a la violencia. La mayoría de las veces, a ambas cosas.
Jesús estaba harto de todas esas mierdas y así se lo dijo cuando por fin se sentó a su lado. Su Padre, por supuesto, no se lo tomó nada bien. Durante más de quinientos años salían casi a bronca diaria, unas discusiones que hacían temblar el Misterio, hasta que Jesús se hartó y volvió a la Tierra. El hecho de que la nueva imagen del viejo fuera la de un dios cuya imagen no se podía reproducir de ninguna manera era la prueba irrefutable de que su Padre había perdido la razón por completo.
Con esos antecedentes familiares ¿quién no acabaría dejándose 500 pavos por sesión, tres veces por semana, en el diván de un judío marxista nieto de supervivientes de Auschwitz? El resto del tiempo, Jesucristo lo pasaba contando su historia en barras de bar tan largas como la noche eterna de su alma, a lo largo y ancho de todos los Estados Unidos, ese país en el que Él se había convertido en el auténtico rey de la creación.
Se sirvió otro bourbon, se metió otra raya de speed maldiciendo al camello que se lo había vendido. Miró a la cama por primera vez en mucho rato. La culpa había sido del speed, se dijo. Eso era lo que iba a decirle a Luzbel en cuanto llegara. Sabía que no le iba a creer, pero también que no iba a discutir su versión. Le debía demasiados favores. Había sido culpa del speed, sin duda. El picor de las cicatrices en las manos era insoportable, no paraba de rascarse y no conseguía hacerlo parar. Tenía que golpear las manos contra algo, agarrar algo muy fuerte para aliviar el picor.
- Por supuesto, Jesús, -susurraría Luzbel comprensivo-. Sabes que te entiendo, primo. Yo siempre te he comprendido. La culpa no es tuya. Tú no tienes culpa de nada.
Ahí estaba la clave. Él no podía tener la culpa. No había existido un ser más inocente en toda la historia de la humanidad. O de la divinidad. La culpa era de su Padre, de los judíos, de los romanos, de María Magdalena (¡Ay, la Magdalena! ¡Qué recuerdos!), de Pedro y Pablo, de Judas (pobre chaval, tan confuso) de los Papas de Roma, de San Agustín. La culpa es tuya por leer esto. La culpa la tiene cualquiera menos el bueno de Yisus, auténtico dios de América, porque América es un pueblo poderoso e inocente.
La culpa, en realidad, era de la joven que yacía despedazada en la cama del Four Seasons Motel de Vermont, Indiana. Porque, a pesar de lo que os hayan contado, fornicar no tiene nada de malo, en especial cuando lo haces con un dios. Lo que los dioses no soportan es que les mientan.
Y a pesar de que Jesucristo había sido muy claro en sus especificaciones, aquella puta no se llamaba María y no era virgen, ni muchísimo menos.