Cuando voy a una frutería, no tengo por costumbre preguntarle al frutero a qué partido votó en las últimas elecciones, qué opina sobre la Revolución francesa, o qué posición hubiera tomado en las Guerras de los bóeres.
No me pica la curiosidad por saber su ideología política, porque cuando voy a una frutería lo que me pica es el hambre.
Tampoco intento descubrirlo a través de terceros o investigándolo por mi propia cuenta. Lo que sí intento saber es si el género del que dispone es fresco, de dónde proviene, y cuánto cuesta. Intento saber, en fin, si es un buen frutero. Esta misma falta de curiosidad o de exigencia la aplico al zapatero, al camarero, al médico, etc. Cuando requiero de un servicio profesional, me preocupo tan solo de que la persona en cuestión sea bueno en su oficio. Esto, a fuerza de perogrullez, cansa, bien lo sé, leerlo y escribirlo. Pero resulta que mientras que al médico no le exigimos una ideología política para seguir el tratamiento que nos ha aconsejado, sí lo hacemos con el escritor. Ah, pero, pero . . . Pero nada.
No hace mucho que yo seguía esa misma regla de leer sólo a aquellos escritores favorables a mis ideas políticas generales. Antes de leer a cualquier escritor, leía su biografía, y si en ella encontraba una afiliación contraria, una ideología refractaria a la mía, ya no leía ni una línea suya. Y yo, autodenominado por aquel entonces librepensador, intentaba convencerme de que aquello no era prejuicio, sino coherencia y rechazo con conocimiento de causa. Ahí es nada: conocimiento de causa por unas líneas biográficas generales. Lo curioso del caso es que esta regla, aceptada y practicada por tantas personas, no se limita a exigir coincidencias ideológicas contemporáneas, sino a exigirlas sobre cualquier tiempo pasado. Hay quien no lee a Platón, no por su filosofía, sino por su posición frente a la guerra del Peloponeso o por ser antidemocrático; hay quien no lee a Tomás de Aquino porque a su nombre le precede el Santo, con las implicaciones que ello conlleva, o quien no lee a Juana Inés de la Cruz por el Sor; hay quien no lee una sola línea de Schopenhauer porque era ateo, y quien no lee una sola de Kierkegaard porque era cristiano. Es totalmente comprensible, por supuesto, que un lector acabe decantándose por un tipo de escritores con ideas políticas, religiosas o morales afines a las suyas, sobre todo cuando ha llegado a creer en esas ideas tras examinar una gran variedad de ellas sin una previa autocoacción. Lo que sucede es que este tipo de lector es muy poco frecuente. Lo que ocurre con más frecuencia es que el potencial lector, adherido previamente a unas ideas por las influencias de su entorno más cercano, irá siguiendo la pista de esas ideas, y no otras, a través de autores que las alimenten en exclusiva. Como mucho, y llegado ya a un punto de no retorno en sus ideas, se propondrá en algún momento de su vida leer a otros autores con opiniones opuestas. Pero, como he dicho, se halla ya en un punto de no retorno, y tiene una estrategia que yo conozco bien por haberla practicado en otros tiempos. Se trata de leer mal. Es decir, leer aquello que nos disgusta muy rápido, saltándose algunas letras o líneas, deletreando más que comprendiendo lo que se lee, y con una mentalidad predispuesta al desacuerdo. Con ello se consigue que uno siga convencido de lo que ya estaba, pero sin poder reprocharse a sí mismo el no atreverse a leer lo contrario. Lejos de la realidad el pensar que descubrir las trampas del otro es algo más complicado; descubrir las trampas que alguien se hace a sí mismo comporta una mayor dificultad. Porque en ese acto de lectura predispuesta negativamente el lector verdaderamente se desdobla, y la conciencia, la parte que hace trampas, se niega a admitir que no ha ganado honestamente. Pero lo sabe.
Esta estrategia, como muchas otras de que se sirve la mayoría de lectores, es una de las que más denota el miedo a caer en las garras del “enemigo”. Si uno está convencido de algo, no debería tener problema en leer con atención e imparcialidad intelectual lo contrario. Pero precisamente el miedo a convertirse, a pasar a la acera de enfrente de las convicciones, es lo que pone en marcha el mecanismo de estrategias y trampas autoinfligidas como medida preventiva. Hay un vértigo a la opinión contraria, pero un vértigo de altura interna, como si hubiera un abismo dentro de nosotros mismos. Porque es una sensación tan angustiosa como la de saber que nuestra personalidad, conciencia o alma va a desaparecer al siguiente instante. No creemos que pueda existir continuidad de conciencia al exponernos a cambiar una opinión que creemos inherente a nosotros, y que nos representa tanto como nuestra propia fisonomía. Por ese motivo, la conciencia quiere salvaguardarse de su aniquilación, y no duda para ello en servirse de cuantas fullerías sirvan a sus propósitos. Pero el motivo es infundado. Uno se da cuenta de ello la primera vez que se ha convencido de algo llegando desde una convicción contraria enraizada. Lee a un autor que su conciencia le había censurado, y va percatándose de que le van convenciendo sus opiniones, hasta que en un momento imperceptible ha cambiado de opinión, de convicción, de ideología. Se toca con las manos la cara, los hombros, el pecho, y no se lo cree: continúa existiendo. Su yo no se ha desintegrado, no se ha convertido en un apátrida existencial desterrado a la nada.
Pero a veces incluso las lecturas que creemos de nuestro bando pueden volverse en contra de nuestras convicciones. Recuerdo el tiempo en que, Dios sabe por qué, yo era ateo. Me dispuse a leer a Nietzsche con total predisposición favorable. Quería que aquello me gustara, y estaba convencido de ello por conocer al autor y las referencias hacia el libro. ¿Cómo iba a imaginarme que en un libro llamado El Anticristo, escrito por un furibundo ateo y anticristiano, iba a encontrarme lo que sin saberlo el autor eran elogios desmedidos hacia el cristianismo. «El cristianismo tomó partido por todo lo que es débil, humilde», «¿Qué es más perjudicial que cualquier vicio? La acción compasiva hacia todos los fracasados y los débiles: el cristianismo». «La compasión dificulta en gran medida la ley de la evolución, que es la ley de la selección. Conserva lo que está pronto a perecer; combate a favor de los desheredados y de los condenados de la vida, y manteniendo en vida una cantidad de fracasados de todo linaje, da a la vida misma una aspecto hosco y enigmático». Si yo hubiera sabido de antemano que aquello era un elogio inintencionado al cristianismo, no lo hubiera leído. Pero hubo un equívoco entre oferta y demanda, y se abrió una brecha. Había leído algo a contrapelo de mis convicciones con ocasión de algo en teoría favorable a ellas. No dejé de estar convencido de que la humildad es una virtud, ni de que los débiles tienen derecho a vivir, ni de que la compasión activa y la solidaridad son algo positivo en el ser humano. Pero dejé de estar convencido de que el cristianismo fuera algo tan negativo; y eso gracias, malgré soi, a Nietzsche . Cambié de opinión, poco a poco, por ese motivo inesperado y accidental.
Esta anécdota personal pretende servir como ejemplo de la falibilidad de la lectura de prejuicio. Pero no siempre la suerte va a estar de nuestra parte y un autor, a fuerza de una defensa desproporcionada o mal enfocada, va a servirnos de parteaguas. Por eso lo verdaderamente honesto sería tener cierta predisposición a leer de vez en cuando, aunque sea obligándonos a modo de deberes, a un escritor, filósofo o ensayista en el polo opuesto de nuestras convicciones. Serviría, o bien para cambiar de opinión, o bien para reafirmarse en la misma. En cualquier caso, siempre sería positivo.
En España, el ostracismo literario tiene su origen en esta lectura tendenciosa, pero enfocada mucho más en la ideología política. El gobierno de turno se encarga de recortar el catálogo de lecturas recomendables, censurando tácitamente a todo escritor que de un modo u otro se considere del bando opuesto. Esto lo han practicado tanto los gobiernos de derechas como los de izquierda, pero debo confesar, a pesar de simpatizar más con la izquierda en un sentido apartidista, que ésta tiene una preocupación más obsesiva por condenar al ostracismo a los escritores que no hayan pertenecido a su ámbito ideológico. Siento no ser condescendiente, pero un partido de izquierdas que critica la censura de tiempos pasados para practicarla después por vía más sutil y pacífica pero no menos eficiente, es un partido hipócrita. Esta crítica a la izquierda de partido no lleva implícita un elogio a los partidos de derecha. Pero me siento en la obligación, aun a mi pesar, de apuntar el hecho de que nadie se propuso eliminar la calle García Lorca mientras gobernaba un partido de derechas, y que se habla de eliminar la calle Julio Camba en cuanto gobierna uno de izquierdas, tal como una prioridad. ¡Julio Camba! ¡Pero si acaso no existió nadie más independiente y librepensador que él en todo el siglo XX español! Un anarquista conservador que sobrevivió durante el franquismo sin hacer demasiadas concesiones ni comprometerse demasiado con el régimen, lo justo para seguir haciendo lo que le daba la gana como había hecho siempre. Un hombre que debería nombrarse, junto a Mariano José de Larra, siempre que se hable de articulismo español. José Ortega y Gasset habló de él como «la más pura y elegante inteligencia de España», Unamuno lo calificó de «filósofo celta». Pero eso, opinan algunos, no es para mantener una calle con su nombre. Al igual que las censuras oficiales del pasado no eran demasiado perspicaces con algunas obras, la actual censura no se molesta en descubrir la vida y obra de Julio Camba. Le basta con asociaciones generales. Cuando lea «Julio Camba apoyó la dictadura», o «Julio Camba atacó a la República», tendrá suficientes datos como para no entrar en sutilezas.
Yo tenía entendido que aquello del «y tú más», o «él empezó primero» eran razonamientos de defensa para uso exclusivo de una edad infantil. Si me propongo imaginarme un partido ideal y coherente, me lo imagino diciendo: «en el pasado se censuraron los escritores contrarios al Régimen, pero nosotros no nos rebajaremos a su altura. Se acabaron las lecturas banderizas». Pero algo así no puede ser aceptado, porque no es que crean injusto censurar a un escritor por una ideología política, sino sólo por la ideología política que ellos defienden. Parece que la censura, mientras venga de una parte y no de otra, y mientras sea una censura sutil y no imperativa, es totalmente legítima. Por supuesto, en el actual estado de sumisión y condescendencia de partido, es imposible que se levante una voz crítica, dentro de la derecha o de la izquierda, para señalar esa falta en su partido. La autocrítica es un músculo atrofiado en el cuerpo de la política española, y a cualquier crítico se le aplica un non sequitur para situarlo en el bando opuesto. Si esto no fuera así, si el non sequitur coercitivo no fuera la mordaza moderna para la crítica interna, no tuviera yo que estar salpicando este escrito de recordatorios sobre mi antipatía a los partidos de derechas en España, así como dejar claras mis reservas hacia los actuales partidos de izquierda. Pero como se ha convertido ya en una asociación automática, con todas las características de una inoculación, me veo en la cansina obligación de advertir que si este escrito tratara sobre la corrupción política, los partidos de derecha serían el blanco de mi crítica; pero como he decidido hablar sobre el ostracismo literario en España, y a través de mi experiencia como lector he notado una clara tendencia hacia el ostracismo de escritores conservadores o no militantes en la izquierda, mi sentido de la justicia me impide ser condescendiente y pasarlo por alto. Hay quien cree que aplaudir los defectos de aquello a lo que uno pertenece le convierte en un miembro beneficioso, y quien cree por el contrario que lo único beneficioso para aquello a lo que pertenece es abuchear sus defectos con más fuerza que sus detractores.
Hay una gran variedad de escritores españoles de izquierda (ya sean de una izquierda de partido o de una izquierda particular, ideal, matizada), que merecen sin duda su popularidad y prestigio: Miguel Hernández, Federico García Lorca, Antonio Machado, son algunos de los nombres imprescindibles de la literatura española que a mi parecer merecerían el mismo prestigio como poetas si hubieran profesado ideologías diferentes. Pero al lado de estos y otros nombres de merecida reputación, hay otros cuya calidad literaria no estaba a la altura del prestigio que se les ha querido dar; y, junto a ellos, una gran ausencia de nombres cuya calidad literaria o filosófica estaba muy por encima de su renombre actual. Autores a los que se ha querido ocultar por motivos políticos e ideológicos en vez de dejarlos circular con naturalidad para la libre interpretación de los lectores. Esos mismos partidos, que proclaman la mayoría de edad del pueblo en algunos asuntos, no se la confieren sin embargo a la hora de dejarles elegir sus lecturas sin filtros previos. Parecen tratarnos como a niños y ocultarnos los cuentos que puedan producirnos pesadillas. Cada uno, sin embargo, es mayorcito para elegir sus lecturas, y los hay incluso que pueden leer a cualquier autor de ideología opuesta y apreciar su prosa, elegancia, e incluso algunos pensamientos. Sólo a un pueblo al que sus políticos consideran infantiloide se le ocultan los nombres de sus grandes pensadores por motivos políticos. Y al parecer, en España somos una excepción los que valoramos a un fusilado García Lorca y también a un asesinado Ramiro de Maeztu.
Algunos, sin embargo, somos tan infantiles que queremos algo cuando nos lo quitan, porque sospechamos que si no tuviera algo bueno no nos lo quitarían. Y cuando han hablado de quitar la calle Julio Camba, a mí me han entrado ganas de leerlo; lo he leído, y he descubierto una de las mentes más perspicaces y libres del siglo XX español; lo mismo me ocurre cuando la Cátedra de Memoria Histórica de la Universidad Complutense de Madrid propone eliminar las calles Josep Pla,
Manuel Machado, Mihura, Álvaro Cunqueiro, etc. Todo es, nos dicen, por nuestro bien. Porque no se puede permitir la exaltación de según qué cosas. Es decir, están en contra de la censura, excepto la de toda aquella que sirva contra los del bando opuesto. ¿Qué diferencia hay, entonces, con la censura de la dictadura franquista o de la Inquisición? Ellos también censuraban todo aquello que consideraban exaltación de la violencia . . . contra ellos. ¿Se basa, pues, la diferencia, en que ellos no tenían razón pero éstos sí? ¿Y cuándo acabará el círculo vicioso de la lectura banderiza?
El problema es, además, como he dicho, que esa censura resulta muchas veces contraproducente. Porque si yo hubiera vivido durante la dictadura española, es muy probable que jamás hubiera leído a José María Pemán. Un escritor que por aquel entonces estaba “hasta en la sopa” no me hubiera llamado la atención. Pero cuando quieren quitar todo lo que recuerde al escritor, me entran ganas de investigar por mi propia cuenta. Lo leo, y no sólo me encuentro con una prosa sobria y elegante y con unos artículos de insuperable factura, sino que acabo por conocer a través de sus escritos que aquel escritor al que algunos han calificado como asesino, si bien estuvo del lado del franquismo, también tuvo sus problemas con él por su visión aperturista antes de la apertura y por su recriminación del rencor y la inquina contra los vencidos. Me encuentro con un elogio sobre el idioma catalán en El catalán: un vaso de agua clara, artículo impensable en mi idea preconcebida del escritor. Sin embargo, para algunos resulta agotador tener que ir matizando, señalando excepciones, etc., y prefieren negar en bloque, algo mucho más cómodo, radical e irreflexivo. Y por eso, al contrario de lo que se pueda pensar, Miguel de Unamuno se encuentra en el ostracismo. Su nombre es reconocido, sus libros ocupan algunas bibliotecas, pero se lee mucho menos de lo que parece. Al igual que la audiencia de un canal de televisión no mide la cantidad de espectadores, porque no puede determinarse la cantidad de personas que mantienen la televisión encendida sin prestarle atención, de la misma forma Unamuno aparece con mucha audiencia pero con muy pocos lectores. La razón es que la derecha no puede utilizarlo a su favor, pues aunque apoyó al franquismo, ese «venceréis, pero no convenceréis» espetado al general Millán Astray le resta puntos; por su parte, la izquierda sólo puede refugiarse en sus años de anarquismo juvenil y en la misma famosa respuesta de Unamuno en el paraninfo de la Universidad de Salamanca. Así, Unamuno ha quedado reducido a una carnaza que durante años dos bestias se disputaron y que ahora, llena de arañazos y bocados, nadie quiere. Porque Don Miguel no era de derechas ni de izquierdas, era de Unamuno. Y eso es algo imperdonable en España. Precisamente en el país y en la época donde más se aclama la figura del librepensador, es donde menos se le reconoce y se le respeta. En realidad, al verdadero librepensador nadie lo quiere en sus filas, porque estar en una fila requiere de una disciplina, deferencia y sumisión, que dificilmente el librepensador está dispuesto a aceptar. El perfecto librepensador de un partido político no es el que piensa libremente, sino el que está libre de pensamiento.
Con la palabra “exaltación” se pretende justificar cualquier censura en nuestros días, a la vez que se censura la censura de tiempos pasados. Pero no creo que una palabra engañe a los más atentos. O es del todo lícito, en cualquier tiempo y circunstancia, censurar la exaltación que el poder de turno (llámese Inquisición, Dictadura, Izquierda o Derecha) considera ofensiva, o no lo es en ningún caso. La mayoría de edad del pueblo, o lo es íntegramente, o no lo es. Si alguien se vuelve comunista, fascista, o simplemente loco por leer esas exaltaciones en algún libro, o bien ya lo era en potencia, o bien, equivocado o no, ha cambiado de opinión. Para evitar exponernos, algunos, en una muestra de la más descarada hipocresía, llevan a cabo una censura no oficial mientras condenan la oficial. Y al hilo de este colmo de lo políticamente correcto, se llegan a proponer disparates como en el caso de Gherush92, organización asesora de la ONU que ha propuesto que la lectura de La Divina Comedia, de Dante Alighieri, se prohíba en las escuelas italianas por contener elementos antisemitas e islamófobos. Me imagino un futuro donde se prohíba leer el Quijote por exaltación de la locura o por contener elementos cristianos; donde En busca del tiempo perdido, El ruido y la furia, La Íliada, Elegías del Duino, se conviertan en libros expuestos a una quema moderna, libres de las llamas del fuego pero no de las llamas del olvido. Si se justifica la censura de escritores no democráticos por encontrarnos en una sociedad democrática, debe entenderse que en un hipotético futuro no democrático será legítimo la censura a todo demócrata, y así sucesivamente mientras se recorran las formas de gobiernos descritas por Platón. En última instancia, y como prueba al menos de honestidad, los partidos políticos deberían reconocer que la censura literaria no depende, para su ilicitud, de su canalización, sino de su sola presencia. Ya que no pueden estar au-dessus de la meêlé, al menos que no caigan tan bajo.