El otro día había unos 35 grados en Murcia y yo debía acudir a una conciliación laboral. La temperatura no llamaba a llevar ropa larga, así que me puse una camisa de manga corta por fuera en plan hawaiano y unos pantalones cortos, y me dirigí al edificio de la comunidad autónoma donde debía realizarse. Las caras de sorpresa de los demás abogados que esperaban su turno y los funcionarios que pululaban por allí fueron épicas. Me miraban, luego miraban mis piernas, volvían a mirarme y se callaban. En la mayoría de los casos percibí simple asombro, y en alguno también reprobación. Y yo sentí el doble placer del aire acariciando mis piernas y la libertad acariciando mi hastiada alma.
Si no habéis visto la serie Black Mirror, os recomiendo especialmente el capítulo sobre aquella sociedad distópica donde el estatus social se obtenía por las puntuaciones que los demás te daban con sus móviles, siendo clave para alcanzar la máxima puntuación sonreír como un idiota a todas horas y cumplir a rajatabla las "normas de cortesía" que el gobierno imponía para regir hasta el más mínimo detalle de la vida de los ciudadanos. Cuando llegas al final del capítulo, las ganas de ponerte a gritar a pleno pulmón con la protagonista son casi irrefrenables.
El ir con traje (o pantalón largo) en un día de verano, cuando tu indumentaria no va a mejorar ni empeorar la calidad de tu trabajo, es la enésima estupidez irracional que nos coarta en nuestro día a día. Hay una forma de vestir para trabajar, otra para salir de fiesta, otra para ir a cenar, otra para...y no importa lo estúpidamente incómoda, cara o absurda que resulte. Hay rituales estúpidamente largos y cansados para conseguir mil cosas que, hablando con claridad, podrían obtenerse o descartarse en segundos (el sexo por placer es el ejemplo más paradigmático, pero hay mil más). Las típicas frases "eso no se hace porque está mal" o "los niños no preguntan esas cosas" son las primeras losas que caen sobre las almas libres de quienes llegaron hace poco a este mundo pero se pretende que sean educados como autómatas que responden a convencionalismos y reglas preestablecidas sin cuestionarlas.
¿Dañan tus actos a la dignidad o los derechos de un tercero? ¿Van a suponer una negligencia o incumplimiento malicioso que repercuta negativamente en las obligaciones que libremente asumiste con una persona que ha puesto su confianza en ti? Si la respuesta a ambas preguntas es negativa, simplemente haz lo que quieras. Habla, viste, grita, calla, camina, detente...como y cuando quieras. Da a los demás la oportunidad de conocerte tal y como eres, y date el privilegio de ser libre. No hay nada más grandioso que salir de una cárcel, aunque tenga los barrotes de oro. No hay nada más reconfortarte que sentir que otros te valoran no por tu máscara ni tu dinero o posición, sino por quién eres en realidad. Rompe el decorado del escenario donde otros te colocaron y descubre el verdadero horizonte. Eso, por sí sólo, tal vez no te dé una felicidad plena, pero te garantizo que es la base sin la cual no puede construirse.
Yo he configurado mi vida para participar lo mínimo posible en el teatro. Lo hago muy pocas veces, pero cuando sucede el cansancio, el asco y el hastío me envenenan con fuerza. Y cada vez que avanzo un peldaño más en la escalera que me aleja del escenario, me siento un poco más vivo. Porque un pez puede disfrutar sumergiéndose en un campo de algas, sintiendo el calor del sol o comiendo un gusano que no vaya unido a ningún anzuelo. Pero siempre dentro del agua. Y nuestra agua es nuestra identidad, aquella que se olvida paulatinamente cuanto más tiempo llevas la máscara que te impusieron...pero que si te detienes el tiempo suficiente dentro de esta vorágine absurda en la que vivimos, te llama a gritos y te anima a gritar como nunca lo has hecho, con esos gritos genuinos que rompen los muros de cualquier prisión.