En 2021 saltó a los medios la historia de Xavier y Carmen, un matrimonio nonagenario que había compartido 66 años de vida juntos. Ella vivía en una residencia aquejada de Alzheimer; él acudía a verla todos los días con la religiosidad debida de quien ama con toda su alma. Lo hermoso de la historia se encontraba en los valores subyacentes; los surcos de las arrugas de sus rostros configuraban el recuerdo de lo que una vez habían sido el compromiso, la entrega y el sacrificio.
He de reconocerles que yo no soy una persona muy inclinada al emotivismo; a veces peco en exceso de racional. Sin embargo, con este caso esbocé una pequeña sonrisa. Similar reacción tuve cuando Florentino Ariza y Fermina Daza culminaron, ya ancianos, su relación en el Nueva Fidelidad. La escena tiene ciertos tintes toscos y hasta ridículos, pero no les voy a engañar, había sido altamente esperada. Xavier, cual Florentino moderno, había entregado sus fuerzas a la mujer amada.
Me pregunto si en el futuro veremos más ejemplos como los arriba referidos. Algunos existirán, con bastante seguridad, pero seguro que menos frecuentes. España no se encuentra en su mejor momento en materia conyugal. La celebración de enlaces matrimoniales en el 2019 fue de 161 389, según datos del INE. El problema lo encontramos con los divorcios. Ese mismo año se rompieron 91 645 parejas, es decir, 183 290 personas volvieron a la soltería. Mis malos augurios respecto a la posibilidad de encontrar nuevos Xavier y Cármenes se basan en experiencias bien conocidas; la duración media de los matrimonios fue de 16,5 años, bastante lejos de los 66 que llevan nuestros protagonistas. Por cierto, desde aquí les deseamos que sean 1.000 más.
La ley 30/1981 del 7 de julio introdujo los procedimientos para las rupturas. Desde su alumbramiento, los divorcios se han incrementado año a año. En 1982 se firmaron 21 464 rupturas de este tipo. Han pasado bastantes años ya e indicios y alertas del futuro al que nos dirigíamos había bastantes. Poco se ha hecho. Creo, llegados a este punto, que tenemos motivos para la preocupación.
Sepan ustedes que no soy ningún enemigo del divorcio. Las personas debemos ser libres para entregar nuestro espíritu a aquel a quien nos oriente nuestro corazón. No obstante, se me aviva la desazón al pensar en las vidas rotas y los amargos comienzos. Sabina lo verbalizó con maestría: la «maldición del cajón sin ropa»; el «neceser con agravios». Así deben sentirse muchos de los que pasan por estos procesos.
Las preguntas se me acumulan: ¿Qué lleva a dos personas que se habían prometido fidelidad constante a estas situaciones?, ¿en qué momento se produce la epifanía que lleva al divorcio?, cuando suceden, ¿son estos demasiado precipitados?, ¿ha dejado de ser útil el matrimonio? No responderé yo a estas cuestiones, pues poco puedo aportar y mi estrecho intelecto, que conoce bien a mi amiga la estupidez y sabe de lo que es capaz, me previene de ello. Por tanto, nos limitaremos a especular un poco sobre el tema.
Un artículo de La Razón de enero de este año afirma, a partir de una encuesta realizada a 3.000 letrados, que las tres causas más comunes del divorcio son: el desgaste, alejamiento y falta de comunicación provocado por el estrés de la crianza; el desenamoramiento, a veces provocado por la irrupción de terceros y las infidelidades que, si me disculpan, deben de tener bastante relación con la anterior.
La cuarta causa, que he escondido con cierta malicia, he de confesar, es la económica. Lo he hecho porque sobre este tema hay ya mucho escrito y es de sobra conocido. Todos sabemos, en especial los más jóvenes, lo que es posponer indefinidamente nuestros proyectos y aspiraciones. Con todo, pobreza siempre ha habido, acaso más que ahora, y esta no impidió que muchos tomasen los votos. Algo se nos debe de estar escapando.
Quiero hacer una advertencia: las palabras que a continuación van a leer pueden herir el orgullo y sacudir los sentimientos. Con todo, espero que no me lo tengan en cuenta y, por prudencia, les anticipo mis disculpas.
En mi opinión, los fundamentos arriba expuestos tienen que ver con la fragilidad de las relaciones sociales, la falta de compromiso y la incapacidad para asumir responsabilidades del hombre moderno. Zygmunt Bauman hizo en su momento una buena radiografía del fenómeno. No queremos implicarnos con nada ni con nadie; conceder minutos a los demás se nos antoja ahora demasiado. Nuestra vida convertida en una sucesión de pronombres personales de primera persona del singular: yo, mí, me, conmigo; la individualidad superlativa. Es verdad que los tiempos no han sido clementes con los que han intentado huir de esta dinámica, pero reconozcámoslo, el día que se enseñaron los plurales, o bien no hemos asistido, o bien no quisimos escuchar.
El ser humano tiene dificultades para anticiparse al futuro. Es bastante diestro en el corto y, si me apuran, en el medio plazo; lo que esté más allá de estos horizontes se le hace insondable. Habrá consecuencias. Algunas ya empiezan a asomar. La soledad se encuentra entre uno de nuestros principales problemas. En España hay cerca de 5 millones de hogares unipersonales; 2 758 500 personas tienen menos de 65 años. En Asturias, el 31 % de las viviendas están habitadas por una única persona. Dicen que las cifras y la estadística son frías, tal vez; a mí estas me hielan la sangre.
La soledad tiene efectos catastróficos en la salud mental. Estiman que aquellos que se encuentran en una soledad no deseada desarrollaban mayores riesgos de demencia en el futuro. Los suicidios continúan en ascenso rampante; la principal causa de muerte no natural en España: en 1980 decidieron poner fin a su vida 1.562 personas, en 2020, 3.941. Asturias aparece, de nuevo, como la principal agraviada al presentar la tasa de suicidios más alta, 12 por cada 100 000 habitantes.
Debo eludir la respuesta al título de este pequeño escrito. Lo cierto es que la desconozco. No sé si el matrimonio tiene sus días contados. Lo que sí está claro es que la soledad tiene sus efectos y que, en lugar de buscar remedios y alivios, continuamos caminando hacia un horizonte francamente malo. Los jóvenes estimamos que el tiempo transcurre con parsimonia, esperando que sus flujos discurran adaptados a nuestra individualidad; no es así. Algún día tendremos que enfrentarnos a nuestros demonios. Esperemos que, llegado el momento, todos tengamos a un Xavier en nuestras vidas.