Esos muchachos de incipiente mostacho que, en las últimas filas de la clase, guardaban silencio e, intentando que no resultara muy evidente, se masturbaban abatidos hasta que la lefa les resbalaba por los tobillos, dejando escapar acaso en el proceso un contenido jadeo de infinita desolación, gozaron de demasiados privilegios.
Es cierto que sus compañeras, inalcanzables, aparecían semidesnudas cada mañana, sus labios vaginales se marcaban jugosos en la tela negra de los leggins en que embutían tan asombrosamente abotagados coños, quizá inflamados por el perpetuo roce con el falo antropomórfico precoz e ilegalmente motorizado y tatuado que, entre canutos, las transportaba de las grises callejuelas del gueto a la escuela, pero magníficos a los ojos del virginal púber en definitiva; y nada podían observar o hacer al respecto, ya que la mínima insinuación era considerada imperdonablemente lasciva y digna de castigo y ostracismo; en no pocas ocasiones fueron emplazados de urgencia los progenitores en el despacho de la directora para avergonzar al joven que hubiera osado propasarse en lo más mínimo, que atreverse se hubiera a hundir su rostro en las dulcísimas manzanas que a su vista y hambre eran tendidas, sabiendo prohibido el bocado de tal almíbar que le arrojaban a los labios.
Verdad es que las féminas con que compartían clase debían esforzarse menos, obtenían más comprensión y apoyo por parte de todos, padres y profesores; cada obstáculo lo salvaban derramando tantas lágrimas como simiente se desperdiciaba en los asientos más apartados de la pizarra. Verdad es que nunca conocieron el rechazo, ni la frustración; que jamás hubieron de superarse ni mejorarse; pues nacieron con el don supremo, la dicha más absoluta, la más acusada de las superioridades: ser mujer.
Pero ¿cómo se atreven esos ahora hombres a no permitir que vengan estas diosas a apoderarse de aquello poco que aún no poseían? ¿Cómo es que quieren mantener sus infantiles refugios, esos en que olvidaban la fatalidad de sus días? Sí, aquellas ninfas, estos ángeles perfectos se mofaban de tales entretenimientos. ¿Cómics, películas, libros, ajedrez, ciencia? ¿Acaso servía eso para llevarlas en moto a pillar hachís? Pero ahora, cuando sus parpados aparecen perpetuamente entrecerrados por el resabiamiento y la desilusión de quien a los catorce años ya había hecho y visto todo, claman contra los hombres, contra aquellos que tienen una esfera privada en la que se han visto obligados a recluirse para conservar la salud mental, claman y aborrecen, porque aún gozan de demasiado privilegio, aún se les considera casi seres humanos y se les permite tener cierta libertad; y eso es inaceptable, porque todo ha de estar rendido a la femineidad, todo le debe ser sacrificado, todo debe oscilar en torno a ella, siempre. ¿No aprendieron lo más básico en la escuela? Ellos son sucios, son imperfectos, son torpes, son poco inteligentes; no importan sus buenas acciones ni su talento; deben rendir lo poco que tengan a la hembra, a la vagina, deben plantarlo a sus pies; pues ellas son puras, divinas y perfectas, no importa que cada delincuente marrón y violento del pueblo hayan restregado su polla repleta de papilomas por hasta el último rincón de sus pieles, han nacido con la belleza y la inocencia; el repulsivo macho que niegue esta verdad goza de una ventaja excesiva, hay que arrancarle la lengua y el falo, hay que abrirle el pecho y llenárselo de piedras.