Irene Montero aparece casi siempre enfurruñada, salvo cuando le toca sesión de flashes en el Vanity Fair, que entonces pone caritas de buen rollo. Pero lo normal es verla más cabreada que una mona, sobre todo si ejerce de lideresa de las confluencias. En ese caso se viste de raspa desde por la mañana. De todas formas, hay que reconocer que le va de lujo con esa pose. Hasta puede permitirse vivir a cuerpo de rey, que es su forma republicana de coronarse por el morro.
A comienzos de semana, tuvimos la última muestra del malaje que se gasta a cuenta de la prohibición, por parte del delegado del Gobierno en Madrid, de celebrar manifestaciones en el día de la mujer. La ministra se tomó mal el veto, o malamente que dicen ahora, y salió a los medios hecha una furia para quejarse de la criminalización del movimiento feminista. Hace ahora un año más o menos, nos iniciábamos en el camino de un apocalipsis rebajado a base de confinamientos. Hay fechas que dan qué pensar. A Irene Montero, la del 8-M, debería darle, incluso, para hacer una penitencia en toda regla por la parte que le toca en lo que vino luego. Pero nanay de la china. La ministra que llamó a tomar la calle en aquella jornada infausta ha repetido su papelón de entonces, a la vuelta de cien mil muertos y pico, para seguir alentando nuevas marchas y concentraciones. No aprende, la pobre. Le tiene vicio a las manifas -a lo mejor, lo suyo es genético-, y eso le va a costar cualquier día el disgusto de compartir la calle con negacionistas que le suscribirán aquello de “mata más el machismo que el virus”. Al tiempo.
Para mí que la ministra ha metido el cuezo con su intervención. En la forma y en el fondo; o sea, en todo. Prohibir las manifestaciones -¡ojo al dato: sólo las manifestaciones!– no es una agresión contra la mujer por parte de un heteropatriarcado receloso y coercitivo. Parece, simple y llanamente, una decisión prudente habida cuenta de que todavía tenemos al patógeno de marras apatrullando la ciudad. Sin embargo, Irene Montero ha querido convertir ese revés circunstancial en un melodrama con tintes sexistas, lo que ya son ganas de sacar los pies del tiesto. Para los demás, en cambio, el verdadero melodrama es que un virus tenga a todo hijo de vecino viviendo a medio gas desde hace un año o que la pandemia haya enviado a miles de los nuestros a criar malvas en los camposantos. Por esa razón, tengo yo el feeling de que, esta vez, la enorme mayoría de mujeres preferían, puestas en la tesitura de elegir, andarse con mucho tiento y dejar los folklores para otro rato. Pero Irene Montero está en otro rollo. Ella es muy de militancia y eso; o sea, que tiene la cabeza llena de eslóganes que dejan poco sitio para el desarrollo de ideas cabales.
En cualquier otro país –serio, se entiende–, nuestra Irene hubiera tenido poco margen para sus lucimientos; muy probablemente, ni siquiera hubiera llegado al cargo. Pero ella vive en un país peculiar y forma parte de un gobierno distópico, más peculiar aún, en el que cualquiera de sus miembros puede salir al ruedo a montárselo de verso libre. Ella es de las que más se prodiga en esos tercios, y lo hace siempre fingiendo mosqueos. Se ve que, para darse vuelo, y limpiar de paso el estigma de acudir al Consejo de Ministros en calidad de “señora de”, necesita adoptar la pose de la quinceañera contestataria empeñada en reivindicar con mucha escandalera lo que le sale del higo. Hemos tenido mala suerte. De todas las mujeres ministrables –las hay a cientos, preparadísimas–, nos tuvo que tocar una de luces cortas y malencarada. Mejor no pregunten cómo llegó ahí.
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