Un día un joven llamado Arturo se sacó una oposición y se hizo funcionario. Qué bien, trabajo para toda la vida.
En su destino se encontró con que los funcionarios no trabajaban, sino que su jefe contrataba el trabajo a empresas externas a cambio de favores personales. El trabajo se hacía y las órdenes del jefe se cumplían a rajatabla, pero Arturo no estaba contento con una mano sobre la otra.
Pidió el traslado y llegó a un sitio más amable en el que los funcionarios trabajaban. Le gustó a pesar de que muchas cosas se hacían de una manera eficaz pero poco eficiente. Decidió estudiar de nuevo y optar a la plaza de jefe para hacer las cosas cómo consideraba oportuno.
Aprobó. Por fin Arturo era el jefe y tenía funcionarios a su cargo, por fin podía hacer las cosas bien. Llegó a su destino y organizó el trabajo de una manera eficiente; nadie se deslomaba pero el trabajo se hacía. Si había que llamar a empresas externas se llamaba, pero los primeros en afrontar el trabajo eran de la unidad.
De pronto algún funcionario empezó a hacer lo que le daba la gana y hubo quejas. Arturo se quejó a su superior de este funcionario, pero su propio jefe, un eventual puesto a dedo, le explicó que no iba a hacer absolutamente nada. La conducta de este funcionario díscolo pronto fue imitada y Arturo no tuvo más remedio que tener mano dura... La misma mano dura que su propio jefe tuvo con él.
Arturo se encuentra en una situación peliaguda: Su jefe, eventual que no quiere hacer absolutamente nada, considera que la queja de un funcionario sobre su jefe porque le hace trabajar es igual de válida que la de Arturo porque su subordinado se niega a trabajar. ¿Solución? No tomar ninguna medida y si alguien quiere que se haga el trabajo que lo haga él mismo.
La conclusión es que Arturo, siendo el jefe, va más quemado que la pipa de un indio tratando de sacar el trabajo adelante mientras que sus subordinados se rascan la barriga con el consentimiento del eventual.