Hay cosas que apenas cambian en milenios, como el crimen organizado. El cambio está en las capas externas, las apariencias, la ropa, la tecnología, pero en esencia son lo mismo, ya sea en la Roma del césar Tiberio, en la Sevilla aurisecular, o en la Sicilia de 1920. El crimen tiende a la organización como estrategia evolutiva de supervivencia, siendo mejor la colaboración que la competición cuando las fuerzas a las que te opones son abrumadoramente superioras.
De igual manera, la organización tiende al crimen si no hay mecanismos que lo impidan, o si existen mecanismos que promueven la impunidad, como en su momento lo era el fuero eclesiástico. Respecto a esto último, cabe señalar el flagrante abuso que se ha hecho siempre del mismo, ya fueran los conventos cordobeses falsificando moneda, el duque de Lerma comprándose un capelo cardenalicio, o cualesquiera otras exacciones secularmente amparadas por la sotanas.
Esta tendencia al crimen amparado en la impunidad llevaba a situaciones en que las órdenes religiosas se comportaban como auténticas mafias: alianzas puntuales, luchas territoriales, extorsión, contrabando, y lo que se terciare. Así, de la misma forma que en el mundo mafioso se hizo famosa la guerra de los castellammareses, en la Iglesia quedaron tapadas sus guerras de organizaciones delictivas. No obstante, hay constancia de algunos sucesos interesantes, como este que refiere el burgalés Francisco de Enzinas a Felipe Melanchthon en De statu Belgico deque religione Hispanica, y que hace pensar en los mejores tiempos de Lucky Luciano o Al Capone. Disfrutad de la lectura del suceso:
Tú mismo no ignoras lo que hace pocos años ocurrió también en tu ciudad. Como aconteciera que algunos frailes de la iglesia conocida como El Sepulcro envidiaran las ganancias de los agustinos, inventaron no sé qué nueva imagen de Cristo sepultado que poco a poco fue haciéndose famosa por sus milagros. Ello distraía un porcentaje no pequeño de sus beneficios a los agustinos. ¿Qué hicieron, pues?
El Viernes Santo, día de la Cuaresma que consagran a la muerte y sepultura de Cristo, dos frailes agustinos, so color de devoción, vinieron a El Sepulcro para, según la costumbre del lugar, pasar toda la noche rezando junto a lo que llaman "el monumento". Alejados del resto de la gente, como si su mayor fervor les llevara a orar en un rincón apartado, meten fuego a la iglesia, y aquella noche imagen y templo todo arden juntamente en espantoso incendio. De esta manera, los frailes agustinos consiguieron para sí todas las ganancias y el monopolio de la idolatría.