En el noreste de Siria hay un campamento de refugiados en el que malviven diecisiete niños españoles. El lugar es uno más de los poblados chabolistas que abundan en los confines de la guerra y en las zonas maldecidas por la ira de Dios. Tiene un nombre feo y rasposo, Al Roj, y está formado, lo mismo que todos los demás, por tiendas de lona y plástico que desconocen tanto la albañilería como la higiene. En esa tiendópolis de miseria, enfermedades y piojera, los diecisiete menores están pasando las de Caín porque llevan encima el estigma de ser hijos de aquellos españoles que engrosaron las filas del ISIS. Hay males que uno se gana a pulso y otros que le vienen por herencia, ya sea un trastorno o el sambenito de una filiación chunga. En el caso de los diecisiete de Al Roj, el hecho probado de que sus padres participaran en la construcción de ese horror sin paliativos que fue el Estado Islámico les ha puesto una tacha de vergüenza sobre el DNI que los identifica como parias.
Los diecisiete niños deberían haber regresado a España hace tiempo. Sus familias se quejan de esa demora y siguen aguardando, con el corazón en un puño, que alguien firme la orden de repatriación. Pero el Gobierno se malicia que, a lo peor, la decisión de favorecer su vuelta puede meternos en la cocina a futuros yihadistas. Los prejuicios que gusanean por debajo de esa paranoia caben en un sólo refrán: “de tal palo tal astilla”. Y, por ahí, se vuelca sobre los diecisiete inocentes la infamia de presuponer que, por ser hijos de quienes son, manifestarán el día de mañana, cuando sean mayores, una tendencia innata a inmolarse a lo bestia en un lugar público. Es un prejuicio profundamente injusto. Nadie puede leer el futuro en los ojos de un niño ni escribir el índice de su vida en la primera página de un libro en blanco. Eso es imposible. A lo mejor resulta que cualquiera de ellos –paradojas de la vida– alcanza más adelante la solución para salvarnos de la próxima pandemia. ¿Quién sabe? Podría ser. Sin embargo, sobran los futuribles a la hora de defender las razones por las cuales el Gobierno debería solicitar su repatriación. A tal efecto, basta alegar un sólo motivo: todos ellos son españoles y, en cuanto tales, les asiste el derecho a que el Estado se deje la piel por conseguir su vuelta, porque si no, si damos por sentado que ese mismo Estado puede convertirse en un juez caprichoso al que le cabe discriminar y abandonar –con razón o sin ella– a aquellos de los suyos que le resultan incómodos, entonces, ¿para qué sirve tanto rollo de Constitución y derechos fundamentales, o tanto llevar impresa nuestra fotografía sobre un título de identidad nacional? En ese caso, mejor la selva. Hasta Mowgli fue acogido por una manada de lobos que fueron capaces de vencer su resquemor hacia la especie humana. Preciosa lección.
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