Se dice que gritar consiste en elevar la voz, pero si nos quedáramos solo con eso no comprenderíamos por entero la naturaleza del grito. Un grito es un objeto de dimensiones variables que, sin embargo, siempre tiene una forma violenta y breve. Existen gritos de sorpresa, casi alegres, de bordes amarillos o naranjas, que suelen disolverse en risas y abrazos, pero también gritos de temor.
El miedo casi siempre está en la raíz del grito. El miedo a lo conocido, el temor cierto ante lo inevitable. Como cuando vemos a nuestro hijo detenido en mitad de la carretera, paralizado como un conejo frente al chirrido eterno de un frenazo que no sabemos si evitará el choque del vehículo contra su cuerpo que, sin duda, reventará destrozado por la masa feroz y ciega de la maquinaria. Entonces gritamos y en nuestro grito se nos va la vida, de una vez y para siempre.
En esos momentos el grito revela una característica fundamental, que forma parte indisoluble de su naturaleza: su inutilidad. El grito, como la mayoría de los objetos violentos, no sirve para gran cosa, salvo que el miedo que le sirve a la vez de causa y consecuencia pueda ser considerado como un servicio de utilidad pública.
El grito, aterrorizado y eterno, que proferimos al ver una vida querida al borde del abismo, tiene una textura biliosa y colores de un tornasol oscuro, como una mancha de gasolina. Nuestra voz se vuelve inflamable y arde en un instante, y tenemos la sensación de que podemos estrangularnos con nuestras propias cuerdas vocales.
Y luego está el grito colérico. También nace del miedo, pero se oculta bajo un disfraz de fuerza superior. Es el grito que golpea el aire hasta romperlo, del mismo modo que pretende doblegar las voluntades contra las que se dirige. Es el grito despótico del que no tiene más razón que la del miedo que puede producir en los otros. Los otros, los diferentes, los que no están de acuerdo, los que ponen en duda la propia naturaleza de las cosas, el orden establecido, la confortable anestesia en la que se instalaron nuestras vidas frente al televisor.
Contra ellos gritamos. Y, a veces, ni siquiera necesitamos alzar la voz. Puesto que si el grito es una forma de violencia, cualquier forma de violencia puede ser una forma de gritar. El golpe de una pelota de goma en un ojo es un grito. La ejecución de una hipoteca, la bajada de sueldos, la evasión de capitales. La mentira persistente de los poderosos que nos dicen que no hay nada que temer porque ellos controlan el miedo, son formas de gritar disfrazadas a veces de susurros seductores.
El grito debería ser efímero como un puñetazo, como una explosión. Pero hay tiempos en los que el aire parece estar hecho de gritos y cristales rotos. Las banderas se chillan entre sí, las sirenas de los coches imponen su voz histérica y de ellos bajan hombres sordos, representantes legítimos de una violencia irracional pagada por todos nosotros. Las pantallas gritan palabras vacías, proferidas por hombres y mujeres que han decidido no pensar en nombre del pueblo, y su falta de argumentos es una violenta llamada a la estupidez colectiva como forma imposible de la felicidad.
Todo se vuelve grito y, lo que es peor, llamamos al grito argumento y, con ello, olvidamos que alguna vez hubo una posibilidad de entenderse sin gritar, aunque tal vez nunca la hayamos empleado. Instalados en el clamor, nuestros debates se vuelven irreflexivos como si hubiéramos pegado dos espejos por la superficie reflectante: entre ellos el vacío se multiplica hasta el infinito.
Gritamos al que nos grita que nos grita porque gritamos. Toda demostración de fuerza, sostenida en el tiempo, acaba por convertirse en prueba de debilidad. Gritando no se entiende la gente, y esto es por una razón fundamental. Porque mientras uno está gritando, resulta imposible escuchar.