Potencialmente todos lo somos, pero sólo unos cuantos pasan de la potencia al acto y alcanzan la inmortalidad. Se les reconoce porque son capaces de deslumbrar por igual a lo largo de toda su existencia. En un cuerpo lozano o marchito, convierten su compañía en un placer, en un remolino de enseñanza y esperanza. A lo largo de toda la vida, nos permiten ver más allá de lo evidente.
Hoy en día se nos enseña a apreciar aquello que, entrando directamente por los sentidos, se convierte en un placer tosco e inmediato. Y, a corto o medio plazo, acaba volviéndose polvo. Cuando termina de entretenernos, sólo quedan el vacío y la soledad. Los inmortales, por el contrario, albergan dentro de sí maravillas que perduran. Una sensibilidad que les permite convertir en poesía casi cualquier momento y lugar, de modo que nunca están solos. Una fuerza para mejorar lo que les rodea capaz de devolver el entusiasmo a un muerto. Una inteligencia que estimula a cualquier interlocutor y le impulsa a navegar hasta el infinito con su mente.
Esos atributos les convertirán en milagros hechos carne a lo largo de toda su existencia. Porque lo verdaderamente valioso no muere, y nos acompaña para siempre. Lo superfluo, por el contrario, es caduco. Y la inmortalidad es contagiosa: suelen hacerla brotar en quienes les rodean y poseen la sabiduría necesaria para intimar con ellos. De momento conozco pocos inmortales, pero doy gracias por cada uno, y espero que sigan alumbrándome por mucho tiempo, a la vez que deseo poder encontrar a muchos más en mi camino.