Cuando se habla de cuentos clásicos europeos del estilo de Caperucita roja, Pulgarcito o Blancanieves entre otros, hay que tener en cuenta que son todos ellos relatos que provienen de una antiquísima tradición oral que, en muchos casos, se remonta prácticamente hasta la Edad Media, siendo obras que fueron recopiladas muy posteriormente por estudiosos como Perrault o los hermanos Grimm. Y aunque a algunos les pueda parecer que es Disney la que finalmente consigue imponer su colorista visión en el imaginario colectivo, no es en absoluto la propietaria del relato; es más, su interpretación no es más que una variación edulcorada sobre unos escritos ya cercenados de sus cargas de profundidad más escandalosas para el público actual desde sus versiones más remotas, maquillados por parte de los que las recopilaron casi siempre con la intención de hacerlos más asimilables para los niños y en bastantes casos cambiando el final más clásico para hacerlos más aceptables o moralizantes.
A propósito de Blancanieves y los cuentos clásicos (o sus adaptaciones) están surgiendo controversias superficiales que aparecen en estos tiempos repletos de ofendidos, como por ejemplo sobre si una actriz latina puede o no hacer el papel de Blancanieves en una próxima adaptación cinematográfica, algo que además de profundamente racista no deja de ser una menudencia sin ninguna importancia en lo artístico. Otra discusión al respecto, como es el hecho de que la utilización de enanos prolongue estereotipos ofensivos, creo que es algo muy probablemente cierto (estoy de acuerdo con Peter Dinklage), pero que se queda en puramente anecdótico si lo comparamos con el conocimiento de que los enanos no eran tales, sino que su presencia en el cuento es un reflejo certero de los niños que trabajaban en las minas de hierro de centroeuropa y que estaban desnutridos y raquíticos, siempre vestidos con ropa vieja que les quedaba desproporcionadamente grande. Pero, y es éste un punto en el que me quiero detener, también hay quien pide que los libros que contienen estos cuentos sean censurados, prohibidos, retirados de las bibliotecas o sustituidos por nuevos cuentos con mensajes más válidos para los hiperprotegidos niños de nuestra época, por ser sus argumentos demasiado crueles y no fomentar valores actuales .
Lo queramos o no, nos puede gustar más o menos, pero estos cuentos en sus versiones primigenias son relatos de terror, con fines en muchos casos didácticos que provienen de unas épocas muy complicadas y sin nada remotamente parecido a una educación de acceso universal para todo la población. Y no eran en absoluto simplemente historias para niños. Quizás no nos damos cuenta (ahora que somos adultos) de que los cuentos han sido siempre así de sangrientos y brutales; repletos de veneno, sangre, frío y espinas, pero es ésto algo innegable aún cuando nos movemos dentro de ellos en las fronteras entre lo fantástico y lo onírico. Extremadamente crueles, en una gran mayoría se intuyen infanticidios descarnados: no se nos puede escapar lo siniestro de que Hansen y Gretel sean abandonados en el bosque por sus padres para que se mueran porque no pueden alimentarlos; Caperucita Roja tiene un mensaje de clara advertencia sobre los peligros que esconden los desconocidos; en muchos de ellos está muy presente el hambre y el indisimulado terror al canibalismo, y casi todos emanan un claro mensaje sobre los peligros de la iniciación sexual maquillado entre un más que evidente simbolismo.
No está de más recordar que la adolescencia es un invento del siglo XIX, y que en los tiempos en los cuales estos cuentos se desarrollan los niños se casaban, o iban a la guerra, o empezaban a trabajar en condiciones equiparables a la esclavitud en ocupaciones tales como minero, empezando con unas edades que hoy nos escandalizan si las analizamos con nuestra mirada actual. ¿Deben, por lo tanto, estos cuantos seguir leyéndose? Por supuesto que sí. Retirarlos de la circulación es algo muy parecido a querer retirar la Ilíada o las obras de Mark Twain por las menciones a la existencia de los esclavos. No podemos cambiar la Historia y no debemos tratar a los niños como estúpidos. Ellos saben perfectamente distinguir la realidad de la ficción, posiblemente mucho mejor que muchos adultos pusilánimes y repletos de prejuicios.
Recomiendo el leer estos cuentos con los mismos ojos juguetones con que lo hacen los grandes escritores del género fantástico. Éstos no tienen miedo a realizar adaptaciones muy transgresoras y reflejar la violencia, los arquetipos y el fortísimo trasfondo que esconden entre los pliegues la mayoría de estas historias, de forma que el resultado final en estas versiones suele ser muy perturbador. No están en absoluto dirigidas a un público infantil. Os presento a continuación algunos relatos cortos (o fragmentos de los mismos) con varias interpretaciones fantásticas del cuento de Blancanieves, aderezadas con descripciones más o menos entre líneas de sucesos tan espinosos como violaciones, relaciones paterno-filiales, canibalismo y necrofilia; escritos por creadores muy conocedores del lore de los cuentos clásicos como Neil Gaiman, Andrzej Sapkowski y Angela Carter, y que han sabido actualizar el espíritu oscuro y terrorífico que éstos destilan en sus modernos relatos. Podemos leerlos con la admiración que merecen, o quizás también podríamos simplemente prohibirlos.
I.- Angela Carter: mitad Blancanieves, mitad Niña de nieve
Pleno invierno: invencible, inmaculado. El conde y su esposa han salido a montar; él, sobre una yegua gris y ella, sobre una negra, envuelta en brillantes pieles de zorro negro, con unas relucientes y altas botas negras de tacones rojos, y espuelas. Nieve fresca caía sobre la nieve que ya había caído; el mundo entero era blanco.
–Quisiera tener una niña tan blanca como la nieve –dice el conde. Siguen adelante. Llegan a un agujero en la nieve y el agujero está lleno de sangre–. Quisiera tener una niña tan roja como la sangre –añade, y siguen al trote hasta que ven un cuervo, posado sobre una rama desnuda–. Quisiera tener una niña tan negra como las plumas de ese pájaro.
En cuanto terminó su descripción, la niña apareció junto al camino, piel blanca, labios rojos, pelo negro, completamente desnuda; era la niña de sus deseos, y la condesa la odió al instante. El conde la subió al caballo y la sentó delante de él, en la silla; pero la condesa sólo tenía un pensamiento: «¿Qué puedo hacer para librarme de ella?».
La condesa dejó caer un guante en la nieve y le dijo a la niña que bajara a buscarlo; pretendía huir al galope y dejarla allí. Pero el conde dijo:
–Te compraré guantes nuevos.
Entonces, las pieles saltaron del cuello de la condesa al cuerpo de la niña desnuda, y la condesa lanzó su broche de diamantes contra el hielo de un estanque helado, que se lo tragó:
–Zambúllete y tráemelo –ordenó, pensando que la niña se ahogaría.
Pero el conde dijo:
–¿Acaso es un pez, para nadar en un clima tan frío?
Entonces, las botas de la condesa pasaron de sus pies a las piernas de la niña. Ahora, la condesa estaba como había venido al mundo y la niña, vestida y calzada.
El conde se apiadó de su mujer. Al llegar a un rosal, con todas las rosas en flor, la condesa dijo a la niña:
–Cógeme una.
Y el conde dijo:
–Eso no te lo puedo negar.
Así que la niña coge una rosa; se pincha un dedo con las espinas; sangra; grita; se cae.
Entre lágrimas, el conde desmontó, se desabrochó los pantalones e introdujo su viril miembro en la niña muerta. La condesa refrenó a su nerviosa yegua y miró a su esposo con los ojos entrecerrados. El conde terminó pronto.
Entonces, la niña se empezó a derretir. Pronto, no quedó otra cosa de ella que una pluma que un pájaro podría haber soltado; una mancha de sangre en la nieve, indicio quizá de la captura de un zorro y, por último, la rosa que la niña había arrancado del rosal.
Ahora, la condesa volvía a estar vestida. Con su larga mano, acarició las pieles. El conde alcanzó la rosa, le hizo una reverencia a su mujer y se la dio. Cuando ella la tocó, la dejó caer.
–¡Pincha! –protestó.
Relato corto completo La niña de nieve (1979) de Angela Carter
II.- Neil Gaiman: la Blancanieves vampírica:
Su hija era sólo una niña: no tenía más de cinco años cuando llegué al palacio. Había un retrato de su madre muerta colgado en la habitación de la torre de la princesa: una mujer alta, el pelo del color de la madera oscura, ojos castaño caoba. Era de una sangre distinta a la de su pálida hija.
La niña no quería comer con nosotros.
No sé en qué parte del palacio comía.
Yo tenía mis propios aposentos. Mi marido, el rey, también tenía sus habitaciones. Cuando me quería me mandaba llamar, y yo iba a él y le daba placer y me llevaba mi placer con él.
Una noche, varios meses después de que me trajeran al palacio, la niña vino a mis aposentos. Tenía seis años. Yo estaba bordando a la luz de una lámpara, entrecerrando los ojos contra el humo y la iluminación irregular de la lámpara. Cuando levanté la vista, ella estaba allí.
—¿Princesa?
No dijo nada. Tenía los ojos negros como el carbón, negros como su cabello; los labios eran más rojos que la sangre. Me miró y sonrió. Sus dientes parecían afilados, incluso entonces, a la luz de la lámpara.
—¿Qué haces fuera de tu habitación?
—Tengo hambre —dijo ella, como cualquier niño.
Era invierno, cuando la comida fresca es un sueño de calor y luz del sol; pero yo tenía ristras de manzanas enteras, secas y sin corazón, colgadas de las vigas de mi aposento, y le bajé una manzana.
—Toma.
El otoño es la época de secar, de conservar, la época de recoger manzanas, de derretir la grasa de la oca. El invierno es la época del hambre, de la nieve y de la muerte; y es la época de la fiesta del pleno invierno, cuando frotamos con la grasa de la oca la piel de un cerdo entero, relleno de las manzanas de aquel otoño; luego lo asamos en el horno o en el asador, y nos preparamos para darnos un festín con la piel crujiente del cerdo.
Cogió la manzana y empezó a masticarla con sus dientes afilados y amarillos.
—¿Está buena?
Asintió con la cabeza. La princesita siempre me había asustado, pero en aquel momento se ganó mi simpatía y, con los dedos, suavemente, le acaricié la mejilla. Me miró y sonrió —rara vez lo hacía—, luego me hundió los dientes en la raíz del pulgar, el monte de Venus, y me hizo sangrar.
Empecé a chillar, del dolor y de la sorpresa, pero ella me miró, y me callé.
La princesita pegó la boca a mi mano y lamió y chupó y bebió. Cuando hubo acabado, se marchó de mi aposento. Mientras lo miraba, el corte que ella me había hecho empezó a cerrarse, a formar una costra, a curarse. Al día siguiente era una cicatriz vieja: me podría haber cortado la mano con una navaja en mi infancia.
Ella me había congelado, poseído y dominado. Eso me asustaba, más que la sangre de la que se había alimentado. Después de aquella noche, cerré la puerta de mi aposento al anochecer, atrancándola con una barra de roble, y le pedí al herrero que me forjara unos barrotes de hierro, que colocó en mis ventanas.
Mi marido, mi amor, mi rey, me mandaba llamar cada vez menos, y, cuando iba a su encuentro, le hallaba mareado, lánguido, confuso. Ya no podía hacer el amor como un hombre y no me permitía que le diera placer con la boca: la única vez que lo intenté, dio un respingo tremendo y empezó a llorar. Aparté la boca y le abracé con fuerza hasta que sus sollozos cesaron y se durmió, como un niño.
Pasé los dedos por su piel mientras dormía. Estaba cubierta de una multitud de cicatrices antiguas. Sin embargo, yo no lograba recordar cicatriz alguna de los días en que me cortejaba, excepto una, en el costado, donde un jabalí le había corneado cuando era joven.
Pronto fue la sombra del hombre que yo había conocido y amado junto al puente. Se le notaban los huesos, azules y blancos, bajo la piel. Le acompañé en sus últimas horas: tenía las manos frías como la piedra, los ojos de un azul lechoso, el cabello y la barba sin brillo, desvaídos y lacios. Murió sin confesarse, la piel mordisqueada y marcada de la cabeza a los pies de cicatrices diminutas y viejas.
No pesaba casi nada. El suelo estaba helado y no pudimos cavarle ninguna tumba, así que pusimos un mojón de rocas y piedras sobre su cuerpo, sólo en memoria suya, ya que quedaba muy poco de él para proteger del hambre de las bestias y las aves.
Así que fui reina.
Además, era insensata y joven —dieciocho veranos habían llegado y se habían ido desde la primera vez que vi la luz del día—, y no hice lo que habría hecho ahora.
Si fuera hoy, habría ordenado que le sacaran el corazón a la princesa, es cierto. Pero, luego, habría hecho que le cortasen la cabeza y los brazos y las piernas. Habría pedido que la destriparan. Luego, habría observado en la plaza de la ciudad mientras el verdugo avivaba el fuego con un fuelle hasta que estuviera al rojo vivo, habría observado sin parpadear mientras él destinaba cada una de sus partes al fuego. Habría apostado arqueros alrededor de la plaza, que dispararían a cualquier ave o animal que se acercase demasiado a las llamas, cualquier cuervo o perro o halcón o rata. Y no habría cerrado los ojos hasta que la princesa fuera ceniza y un viento suave pudiese esparcirla como la nieve.
No lo hice, y pagamos por nuestros errores.
Fragmento del relato Nieve, cristal, manzanas (1990) de Neil Gaiman
III.- Andrzej Sapkowski: la Blancanieves mutante
[…] Aridea a menudo acudía al Espejo...
—Con la pregunta habitual, como me figuro —le interrumpió Geralt—: «¿Quién es la más hermosa del mundo?». Por lo que sé, todos los Espejos de Nehalena se dividen en dos tipos: los mentirosos y los rotos.
—Te equivocas. A Aridea le interesaba más el destino del país. Y a sus preguntas el Espejo respondía vaticinándole una muerte horrible a ella, y a una gran cantidad de personas, a manos o a causa de la hija del primer matrimonio de Fredefalk. […]
—Está claro —interrumpió Geralt de nuevo—, y seguramente tampoco le gustaba demasiado la heredera. Quería que el trono lo heredaran sus propios hijos. El resto me lo imagino. Que no se encontraba por allí nadie que le retorciera el pescuezo. Y ya puestos, a ti también.
Stregobor suspiró, alzó los ojos al cielo del cual todavía colgaba un arco iris multicolor y pintoresco.
—Yo era partidario de que solamente se la aislara, pero la condesa decidió otra cosa. Mandó la niña al bosque con un esbirro a sueldo, un cazador. Lo encontramos después entre la maleza. No llevaba pantalones, así que no fue difícil descubrir el curso de los acontecimientos. Le había clavado el alfiler de un broche en el cerebro a través de la oreja, seguro que cuando tenía la atención concentrada en algo completamente distinto.
—Si piensas que me da pena —murmuró Geralt—, te equivocas.
—Organizamos una batida, pero el rastro de la pequeña se había perdido. Yo tuve entonces que abandonar Creyden a toda prisa porque Fredefalk comenzó a sospechar algo. Hasta tres años más tarde no me llegaron noticias de Aridea. Había encontrado a la pequeña, vivía en Mahakam con siete gnomos, a los que había convencido de que era más lucrativo asaltar mercaderes por los caminos que envenenarse los pulmones en la mina. Era conocida como Córvida porque le gustaba ensartar a los que cogían vivos en una estaca afilada y echarlos a los cuervos. Aridea mandó varias veces asesinos a sueldo, pero ninguno volvió. Después resultó difícil encontrar quien estuviera dispuesto a hacerlo, la pequeña era ya bastante famosa. Aprendió a usar la espada de tal modo que pocos hombres podían enfrentársele. Me llamaron y acudí a Creyden para enterarme solamente de que alguien había envenenado a Aridea. Por lo general se consideraba que había sido el propio Fredefalk, quien se supone estaría preparando un matrimonio más joven y consistente, pero yo pienso que fue Renfri.
—¿Renfri?
—Así se llamaba. Como te dije, envenenó a Aridea. El conde Fredefalk murió poco después en un extraño accidente, y su hijo mayor desapareció sin dejar rastro. También todo ello fue seguramente obra de la pequeña. Digo «pequeña», pero tenía ya por entonces diecisiete años. Y no estaba mal desarrollada. Por entonces —añadió el hechicero tras un momento de pausa—, ella y sus gnomos eran ya el terror de todo Mahakam. Cierto día se pelearon por algo, no sé, el reparto del botín o el turno de noche para la semana, hasta que sacaron los cuchillos. Ninguno de los siete gnomos sobrevivió al debate de los cuchillos. Sólo sobrevivió Córvida. Ella sola. Pero para entonces yo ya estaba por los alrededores. Nos encontramos cara a cara: en un abrir y cerrar de ojos me reconoció y se dio cuenta del papel que yo había jugado en Creyden. Ya te digo, Geralt, apenas alcancé a lanzar el hechizo y las manos me temblaban como no sé el qué, cuando aquella gata loca se tiró a por mí con la espada. La metí en un lindo bloque de cristal de roca, seis codos por nueve. Cuando cayó en letargo arrojé el bloque a una mina de gnomos y sellé el pozo.
—Vaya una chapuza —comentó Geralt—. Eso se puede desencantar. ¿No podías haberla reducido a cenizas? ¡Con todos los simpáticos hechizos que conocéis!
—Yo no. No es mi especialidad. Pero tienes razón, fue una chapuza. La encontró un príncipe idiota, aflojó un montón de cuartos por un contraembrujo, la desencantó y se la llevó triunfalmente a casa [...]
—¿Qué es lo que quieres?
—Creo que está claro. Que la mates.
—No soy un esbirro a sueldo, Stregobor.
—Esbirro no eres, estoy de acuerdo.
—Mato monstruos por dinero. Bestias que amenazan a la gente. Espantajos liberados por embrujos y encantos como los tuyos. No seres humanos […]
El nigromante se calló. El falso sol en el falso firmamento no alcanzaba nunca el cenit, pero el brujo sabía que en Blaviken ya estaba anocheciendo. Sintió hambre.
—Geralt —dijo Stregobor—, cuando escuchábamos a Eltibaldo, muchos de nosotros teníamos dudas. Pero decidimos escoger el mal menor. Ahora soy yo el que te pide una elección similar.
—El mal es el mal, Stregobor —afirmó serio el brujo mientras se levantaba—. Menor, mayor, mediano, es igual, las proporciones son convenidas y las fronteras borrosas. No soy un santo ermitaño, no siempre he obrado bien. Pero si tengo que elegir entre un mal y otro, prefiero no elegir en absoluto. Hora de irme. Nos veremos mañana.
—Puede ser —dijo el hechicero—. Si te das prisa.
Fragmento del relato El mal menor (1990) de Andrzej Sapkowski