Con exquisita afabilidad, como un pastor despidiendo a los fieles a la puerta de su templo, Sir Benjamin Malory estrecha uno a uno la mano de los miembros de la Scottish Society for Researching of Unexplained, una de las más reputadas del Edimburgo elegante por la calidad de sus miembros. A pesar de las protestas casi unánimes de los demás socios, acaba de presentar su dimisión como presidente y su baja como miembro, absolutamente resuelto a no ofrecer ninguna explicación sobre lo ocurrido.
Sólo una hora antes Sir Benjamin maldecía el infausto momento en que se le había ocurrido invitar a aquel condenado Dr. Shore, geólogo y psiquiatra, a la sociedad paracientífica que pocas semanas atrás le brindara el honor de la presidencia. A priori, la elección del invitado no parecía ninguna insensatez, ni tampoco había sido una decisión poco meditada: los muchos y celebrados experimentos del doctor en el campo de la detección de presencias paranormales parecieron un inmejorable aval para elegirlo como primer conferenciante dentro del ciclo programado. De hecho, todos los miembros de la Sociedad que vivían a menos de cien millas acudieron puntualmente para ocupar su sitio en el salón. A la hora de inicio de la conferencia sólo quedaba media docena de sillas vacías, tantas como cartas de disculpa dirigidas a Si Benjamin felicitándole por su criterio y aclarando que la inasistencia se debía a otras razones, y nunca a desinterés por el acto programado.
Cuando el doctor Shore se presentó en la sala fue recibido con una cerrada ovación que dio paso enseguida a un silencio casi ritual, somo si el eminente especialista en fenómenos paranormales se dispusiera a conjurar un espectro sobre la tarima en vez de a exponer sus conocimientos sobre los procedimientos técnicos.
Los primeros treinta minutos, destinados a explicar la metodología de sus experimentos, resultaron verdaderamente sustanciales, brillantes hasta el punto de obligar a los asistentes —poco inclinados normalmente a reconocerse legos en tales materias— a tomar notas sobre la marcha del torrente de novedades que desde el estrado se exponía.
Concluida la detallada descripción de los procedimientos, el doctor Shore pasó acto seguido a enumerar los hallazgos a que estos habían dado lugar, deteniéndose muy especialmente en las magníficas fotografías de hectoplasmas que se habían ido acumulando en su laboratorio. Tres de ellas fueron pasaron ansiosamente de mano en mano por el salón, entre murmullos admirativos que rompieron por vez primera el silencio casi sacro mantenido hasta ese momento.
Si la conferencia hubiera concluido en ese punto, Sir Benjamin Malory hubiera podido seguir dedicando su tiempo a la gratificante desocupación de presidir la Sociedad, y con todos los parabienes además, pero el Dr. Shore pasó a continuación a describir, aún más minuciosamente si cabe, las técnicas con que los mediums profesionales falsificaban tales pruebas. No menos de una docena de ellos estaban presentes, pero ninguno quiso ser el primero en darse por aludido mientras desfilaba ante el público una veintena de fraudes, trucos de magia, prestidigitación, manipulación de placas fotográficas y cuantas añagazas pasaron alguna vez por mente humana: los fuegos fatuos fueron acumulaciones de fósforo, la maldición de Tutankhamon envenenamiento por esporas de un hongo venenoso y hasta la resurrección de Jesucristo se convirtió en pocos instantes en un simple acto de profanación de sepulcros. El irrefrenable doctor había conseguido en sólo quince minutos poner en su contra a los mediums, los investigadores de la magia egipcia y hasta a los cristianos en general, pero el malestar se tornó ya en estupor cuando, tras recoger las fotografías que con tanto agrado acababa de contemplar su auditorio, pasó a describir los métodos que él mismo había empleado para conseguir aquellas falsificaciones. Y lo dijo así, textualmente.
El altercado que contemplaron los adustos salones de la Royal Society diez años antes con motivo de la poco diplomática teoría de William Walham fue una tibia protesta comparado con el que allí se formó. Acaso los caballeros de la Royal conservaran cierta compostura en aquellos momentos por débito a su linaje y posición, también porque vivían casi todos de otra cosa (rentas, principalmente), pero el abigarrado catálogo de quiromantes, mediums, egiptólogos, hipnotistas, astrólogos, espiritistas, hechiceros, adivinos, telépatas, exorcistas y levitantes, se tomó mucho peor que fuera tan directa e impúdicamente vituperado su medio de subsistencia. No se pararon tales personajes en apelativos cultos: fue mencionada allí la madre del doctor, la compleja identificación de su padre, sus gustos sexuales, el consentido adulterio de su esposa y su extraordinario parecido con no pocas especies animales de poco recomendable aspecto y cualidades.
El Presidente, Mr. Malory, más por sentirse en su deber que por desacuerdo con lo escuchado de labios de sus administrados, trató de poner orden, pero sólo lo consiguió cuando los insultos comenzaron a ser repetitivos. Al fin, tras arduos esfuerzos, logró imponer su voz sobre el griterío, y la severidad judicial de sus palabras decretó al fin una pizca de sensatez en aquel injurioso maremágnum.
—Abandonar la conducta que dos mil años de civilización nos han enseñado como la más apropiada entre personas razonables no va ayudar en absoluto a demostrar lo veraz de nuestras posturas. Guarden, por tanto, silencio, y escuchemos lo que el doctor tenga que decirnos.
—Gracias— empezó el doctor, que se había mantenido absolutamente indiferente al escándalo de la platea—. Quería decir hace un momento que mis investigaciones no han hallado más que fraudes porque no es posible otra cosa en el campo que nos ocupa. No sabemos qué hacer con los muertos y como nuestra conciencia no nos permite abandonar a los seres queridos en el cementerio y dejar que allí se pudran tranquilamente, inventamos mil historias distintas con que resucitarlos a medias. Pero esto, que podría parecer una muestra de hipocresía, es en realidad una demostración de la íntima bondad del ser humano, porque los resucitamos con poderes extraordinarios, con conocimiento e inteligencia superlativas. De este modo llegamos a la extraña conclusión de que la muerte aporta al hombre más de lo que le quita, pues hasta el fantasma del más imbécil puede responder a las difíciles inquisiciones de un espiritista avezado. Pero señoras y señores, es mi deber científico intentar ser un poco más riguroso; no quiero atacar la fe de nadie, pero me gustaría ayudarles a sostener esa misma fe con un mínimo de seriedad, con un razonamiento que tiene que ser aceptado cualquiera que sean las creencias de quienes me escuchan: los muertos pueden ir al cielo o al infierno, según los creyentes, o a ninguna parte, según los ateos, pero de ninguna manera es admisible pensar que se quedan por aquí, flotando en el vacío, a la espera de juicio, como si la celestial administración de justicia padeciera los mismos retrasos y dilaciones que la nuestra. Reconozco, cierto es, que a lo largo de la historia son tantos los casos en que se informa de su presencia que sólo ese motivo es suficiente para dar crédito a su existencia, pero si por un momento se deciden a razonar, convendrán conmigo en que tan perenne es su presencia en la historia como las causas que a mi parecer originan la alucinación que les da vida: el miedo a la muerte y el bochornoso deseo de justificar lo injustificable.
Nuevos murmullos, atajados sin piedad por la presidencia. El doctor Shore prosiguió su disertación:
—Cuando se es una persona importante, un rey digamos, resulta doloroso reconocer que el día en que nos abrace la tierra se acabará nuestra influencia, nuestro poder y nuestro dominio sobre las decisiones ajenas. Los que en tal coyuntura no se conforman con escribir testamentos, que es la forma en que habitualmente tratan los muertos de seguir imponiéndose a los vivos, suelen ser los más propensos a ver las almas de quienes les antecedieron, o a creer a quienes dicen haberlas visto; y si el rey lo cree, lo mejor que pueden hacer los súbditos es hacer o fingir otro tanto. Nace así un mito que de puro conocido llega a ser indiscutible: la literatura no hace más que darme la razón, y ustedes que lo niegan, mejor harían en leer a Shakespeare en vez de esos burdos folletones que tan ajados descansan ahora en la biblioteca de esta sociedad.
Regreso de los gritos, sofocados sin necesidad de intervención alguna al margen de quienes querían seguir escuchando, así fuera por curiosidad, el resto del razonamiento.
—Si, por contra, una persona no ha sido rey, siquiera en su casa, ni ha hecho nada en la vida, ni encuentra posibilidad alguna de hacerlo, parece lógico que el deseo de prolongar la existencia, y no en mundo superior alguno, sino al lado de parientes, conocidos y enemigos, le impulse a creer que es posible vagar por las casas, los campanarios o los cruces de caminos. De ese modo no es extraño que esas gentes, que de pura abundancia son legión, suelan creer lo que otras más imaginativas les cuenten acerca de lo visto u oído en tal o cual abandonado paraje. Porque convendrán conmigo en que los fantasmas jamás son vistos por muchedumbres.
Dos docenas de discursos brotaron entre el público, tratando de contradecir al orador, pero Sir Benjamin quería acabar con aquello cuanto antes y con un gesto ordenó silencio. Con menos parsimonia de la habitual, secó el sudor que coronaba su frente e indicó al doctor que podía continuar.
—Pero hay otras muchas causas que producen las apariciones que hoy nos interesan. Una de los más interesantes partos de un fantasma es el del que sabe algo que no debe saber o quiere decir algo que no debe decir, y se libera de las crueles ataduras del sigilo o la prudencia atribuyendo sus palabras al oráculo de un muerto. ¡Bravo por su osadía!, pero si bien está creerlo en público para evitar otras investigaciones, siempre enfadosas, no tiene nombre todavía la superlativa estupidez que constituye seguir creyéndolo en privado. Sería algo parecido a seguir defendiendo la existencia de Papá Noel o los Reyes Magos después de que los niños se hayan acostado.
Los gritos que siguieron a esta aseveración tardaron en ser silenciados algo más que los anteriores.
—Por último, porque observo que poco tiempo más podré dirigirme a ustedes, está el aburrimiento. La gente se aburre, se aburre terriblemente, y en tales sofocos de fastidio está dispuesta a buscar lo que sea, cualquier superchería capaz convencerles de que la vida que llevan es algo distinto de la porquería que en realidad es. Los fantasmas cumplen la doble misión de prometerles una prolongación más allá de la fosa y entretenerles mientras viven, ¿qué más se puede pedir?
Y para que no digan que no dejo una puerta abierta a la posibilidad, porque posible lo es todo, quiero terminar diciendo que si alguien tuviera una existencia posterior a la muerte sería alguien con una gran obra inconclusa, y los hombres con grandes obras son gente de talento o de coraje, gente muy ocupada que ni se dejaría convocar por mediums ni fotografiar por espantajos como ustedes, de lo que resulta que el famoso Más Allá del que esta Sociedad se ocupa está habitado por las almas de los tontos muertos que se dedican a dejarse interrogar y retratar por los tontos vivos. Muchas gracias.
Como nadie recordaba otros distintos, los insultos del principio se repitieron de nuevo, aunque diez veces magnificados en volumen.
Viendo que allí no tenía nada más que hacer ni que decir, el doctor Shore se puso tranquilamente su abrigo, dio la mano a su anfitrión, se calzó los guantes y saludó al público con una profunda reverencia.
Y atravesando la pared, se fue.