Ni nos acordamos ya de los oscuros espías de balcón. El olor del incipiente verano se mezcla con los estertores de la mayor crisis social que hayamos sufrido jamás.
Las mascarillas comienzan a enseñar las narices, se van los polvos prohibidos, los mensajes a vuestras ex parejas de los que ya tendréis tiempo de arrepentiros y mientras los aplausos de las 20h parecen tan lejanos como aquel mundial que ganamos, iniciamos juntos, pero no revueltos, el proceso de olvidar que vivimos una guerra espantosa, y que en vez de combatir con casco y rifle como lo hicieron nuestros abuelos y héroes cinematográficos, lo hicimos con yoga, Ponhub, Netflix, pizzas Tarradellas y versiones espantosas de canciones espantosas.
"Otra pobreza llegará que buena te hará". Y esta generación, la nuestra, que ya las ha pasado putas, volverá a hacerlo refugiándose en los fines de semana y trabajos de mierda, que ahora serán aún peores. Al menos tendremos un buen saco de anécdotas aburridas y repetitivas que contar a nuestros nietos, si es que la coyuntura económica nos permite follar sin condón y tener descendientes. Nadie nos pide más. Tampoco es que tengamos intención de dar más.
Qué tedioso ha sido este combate. Nunca tantas muertes fueron tan inútiles. Nunca se aprendió tan poco de algo tan terrible.
El estado de alarma se acaba y la masa, enfurecida por un año de régimen monacal, descorcha esa botella salvajemente removida por las restricciones, por la necesidad imperiosa de olvidar y pasar página, por ese hedonismo que siempre nos ha caracterizado, para lo bueno y, ahora sabemos que también para lo malo. Una botella que al abrirse desprende una espuma de locura, una espuma que se desparrama y que trata de tapar el vacío existencial de millones de vidas y el dolor que produce en el imaginario global, el comprender que 40 años después, no hemos sido educados para hacernos dueños de nuestra libertad y que no queremos construirla por nosotros mismos, lo único que nos importa es defenderla, aunque no sepamos qué es, aunque nunca la hayamos tenido en realidad.
España era anoche una fiesta. Hoy he leído que de "liberación". Camus decía que el desahogo es un antónimo de la libertad. Anoche la gente no celebraba su liberación. Celebraba, bebía, follaba, incumplía las normas para tratar de olvidar. Como el que se emborracha tras una ruptura.
El coronavirus no ha sido solo un asesino. Ha sido un espejo. Y a muy pocas personas les ha gustado el reflejo de su imagen. Nadie quiere más espejos. Lo que la gente quiere es espejismos, y el pasado previo a la pandemia, miserable y más bien desolador, aunque ya lo hayamos olvidado, es, ahora, un espejismo al que la mayoría quiere regresar lo antes posible.
Pero todo esto ha sucedido, aunque ya estemos enterrándolo. Y los únicos que se han partido el pecho con esta mierda, saldrán a las calles en otra marea blanca dentro de no mucho, os lo aseguro, y los aplausos ya no estarán en los balcones. Regresarán a los conciertos, a los estadios, a los pabellones, a los parlamentos y a los auditorios. No serán para ellos. Serán para los de siempre, para aquellos que admiramos, para los ídolos con pies y cerebro de barro, para los salvapatrias, para los que levantan copas en eventos deportivos y los que cuentan sus seguidores por millones en redes.
Porque aquí, en España, como dijo Anguita, hace ya mucho tiempo que la admiración se divorció de la honestidad. Porque aquí, como dijo Umbral, si no aprendimos en 40 años, no vamos a aprender en los siguientes 40.