Dicen que, ante una emergencia, lo más importante es mantener redes sociales fuertes, de modo que la cohesión ejerza de red de seguridad para mantener los servicios mínimos y evitar las peores consecuencias de una guerra, una ola de desórdenes o una hambruna.
La cuestión es qué clase de cohesión se está formando en nuestro entorno, y qué clase de lazos afectivos estamos forjando con los demás miembros de nuestras comunidades.
En los pueblos, bien lo sé, la gente se odia a menudo, pero la cohesión se mantiene, aunque con dificultad. En las ciudades, mucha gente no sabe cómo se llaman las personas con las que se cruza en el ascensor y, si un día dejasen de funcionar los teléfonos y los ordenadores, ni siquiera sabría a dónde ir a buscar a algunos de sus amigos, proque no tiene ni idea de dónde viven.
En los pueblos, una de las obligaciones sociales es mirar si sale humo por la chimenea de la vecina nonagenaria. Y si pasan dos días sin humo, ir a verla, no sea que se haya caído, o se haya muerto. En las ciudades, en cambio, es el Estado el que se ocupa de las necesidades de la gente, se supone, y así pasa lo que pasa, que aparece gente que lleva un año muerta en su piso sin que nadie se haya dado cuenta ni por el olor.
Ante esta tesitura, hace poco me hicieron en Alemania la gran pregunta. Y de su respuesta dependen muchas cosas. Os la traslado.
Ante una hambruna, ¿compartirías a tu perro con el vecino? ¿O intentarías compartir al vecino con tu perro?
En los pueblos, casi todo el mundo se comería al perro. Pero creo que en las ciudades hay demasiada gente que preferiría comerse al vecino...
Y ahí es donde se jode todo.