A continuación me dispongo a contaros como es un día normal en mi vida viviendo en Barcelona. Seguramente habréis escuchado hablar sobre los problemas que hay en esta ciudad, así que seguramente no os sorprendáis. Debido a la situación, aún así, escribiré usando mi seudónimo y sin dar mucho detalle sobre mi vida privada, para que ellos no me encuentren.
Empieza el día con el almuédano llamando a la oración. Aunque vivo en China Town, cerca de la estación de autobuses, todavía puedo escuchar los cantos del salat que llegan desde la zona controlada por el Estado Islámico. Como una banda de percusión, se escuchan los ladridos de los perros al compás de cada subh, que se entremezclan entre sí creando una distorsión incomprensible.
El Raval - Septiembre, 2019
Desde mi balcón se puede ver gran parte de la ciudad ahogada en esteladas y pancartas contra los extranjeros; así es como llaman a los españoles que provienen de otra región del país. Últimamente han ido en incremento los ataques contra nosotros, y hemos tenido que empezar a reunirnos en secreto para poder hablar castellano. La semana pasada, mi vecino D.F. fue apuñalado quince veces por pedir "una barrita de pan" en un 365. Anteayer, entraron en casa de mi vecina L.G. y desvalijaron sus pertenencias.
Son las 8 de la mañana y me voy a trabajar; tengo una pequeña tienda de camisetas divertidas en el Born, justo al lado de una pizzería turca y una pulpería gallega, controlada por chinos. Atravieso la ciudad con cuidado, rodeado de marcas de disparos y restos de sangre. La noche anterior hubo otra batalla campal entre pakis y latinos por controlar la venta de speed, coca y cerveza.
A mi camino, veo gente con la estelada a sus espaldas, a gritos de “Visca Catalunya Lliure” y “Mort als espanyols”. Uno de ellos, al ver que yo no llevaba una, se acercó y me preguntó “per què no portes una bandera? Ets espanyol? Et mataré!” Entonces, empezó a gritar “Un espanyol! No deixeu que s’escapi!”.
Empecé a correr sin mirar atrás, perdiéndome entre la multitud de coreanos que esperaban para entrar al Starbucks. No puedo decir que sea algo nuevo para mí, pero todavía no logro acostumbrarme.
En ese mismo momento, veo en la distancia como otro grupo de catalanes propina una paliza a una pareja de ancianos salamantinos, al grito de “Catalunya per als catalans!”, mientras una pareja de mossos les rodea riendo entre ellos. Por su margen derecha, se acerca un taxi que saluda, con confianza, a los mossos. Estos le hacen una reverencia.
Llevo ya dos horas trabajando en mi tienda. Un grupo de independentistas de origen hindú entró en la tienda portando esteladas y pidiéndome el IRC o “Impost Revolucionari Català”, que es un 70% del beneficio total mensual. Aunque insisto en que necesito pagar el colegio de mis hijos y el alquiler, me pegan con la culata de su rifle y me dicen que si fuesen catalanes no les faltaría de nada; como son “escoria española”, se merecen morirse de hambre.
Es sólo otro día más en la Barcelona de Ada Colau, y ni siquiera ha terminado.