Es curioso lo indiferentes que solemos ser ante el olor de nuestra propia mierda. Uno puede sentarse en el trono durante media hora, jugando con el móvil o escribiendo un artículo para Menéame, con el zurullo flotando en el agua o deslizándose lentamente por las paredes del retrete, inundando el aseo con la peste propia sin apenas levantar la ceja, a perjuicio del que venga después. Pero más curioso es que esa inmunidad a la nauseabundez se disipa cuando cambiamos el lugar donde evacuar.
El sentido del olfato es extremadamente potente en los seres humanos, mucho más que el gusto, el tacto, la vista y, dependiendo de la persona, el oído. Y no lo es tanto por su sensibilidad, sino por la capacidad de identificar peligros, evocar experiencias, disparar estados de ánimo. Tiene conexión directa con nuestra memoria y con la parte del cerebro que controla los instintos más primarios. El arquiencéfalo se ilumina como un árbol de navidad bajo un TAC con los aromas que tenemos más enclavados por nuestras vivencias.
La psico-odorología, una ciencia cada vez más en auge dentro de la neurología, trata de explicar este fenómeno, evidentemente no sólo limitado a los excrementos propios, pero dando las pautas para comprender este proceso. Y el "truco" está en no identificar nuestra mierda como amenaza. Porque el olor a mierda no sólo revela potenciales situaciones antihigiénicas y que podrían poner en peligro nuestra salud, sino la presencia de depredadores. Es el mismo principio por el que las parejas más afianzadas aguantan casi sin problemas los gases de su cónyuge.
Pero aquí también entra en juego la química. Cada estancia, cada habitación, cada cuarto de baño tiene su olor particular. Ya sea por el nivel de limpieza, por el entorno, por el uso, por la humedad o por decenas de otros coindicionantes, el olor de la mierda varía. Y el olor de nuestra mierda cambia. De repente, ese pino de veinte centímetros ya no huele como tan nuestro. El hedor empieza a molestar. Miras entre tus piernas para verificar que la fuente de tan intenso aroma es tuya y sólo tuya. Empiezas a sentir asco ante la falta de familiaridad con ese olor.
Y el plano químico pasa a ser psicológico. Percibimos el peligro. Hay gente incapaz de cagar sin sentirse violentado en un aseo apestando a lejía, pero que puede hacer de vientre con gusto en el trono del bar heavy que lleva regentando desde hace treinta años. Quien, en el trabajo, siempre elige el mismo Roca con el que conversar. Engaños que tratan de hacernos sentir a gusto y seguros en uno de los momentos más íntimos del día.
Es el mismo principio que se aplica a la delincuencia. La mierda huele menos a mierda cuando parece que es nuestra, pero nos apesta cuando no reconocemos el olor como algo familiar o, al menos, cercano.
Pero la mierda es mierda, y no puedes evitar que nadie cague. Unas huelen más que otras dependiendo de lo que se haya comido, pero la solución es la misma: tirar de la cadena y airear la estancia. Porque al final todo depende del metabolismo de cada persona. Puedes ver al tío más gigante y con cara de mala hostia salir del cuarto de baño después de vaciarse las tripas y que apenas queden rescoldos olfativos de sus necesidades biológicas, y ver a la señorita más fina de Versailles con sus escasos cincuenta kilos de peso dejar un almizcle corrupto que haría vomitar a Bitelchus.
Y no hace falta ser psicólogo o neurólogo para darse cuenta de ésto. Con haber cambiado una buena cantidad de pañales, ya sean de bebés o de ancianos, es suficiente para darse cuenta de que la mierda, por mucho amoniaco o perfume que uses, sigue siendo mierda.