Esta mañana he aplastado a una solitaria hormiga que se paseaba, coma negra sobre las baldosas blancas, por mi cocina. Un escrúpulo puntual me ha hecho dudar, pero ¿qué sentido tenía esta intrusa en el rectilíneo, puro, casi abstracto espacio de mi cocina? . Después del pequeño crimen he vuelto al sofá a dormitar con la ayuda cotidiana de un documental sobre las fascinantes vidas de la megafauna africana en el valle del Luangwa.
Me intriga el efecto narcótico de estos programas. No es que me aburran, en absoluto. No es raro que alguno lo vea bien despierto, muy interesado. Por ejemplo, las interacciones de las manadas de leones son mucho más complejas de lo que pensaba; si estos animales no tienen la inteligencia individual de un humano sus relaciones sociales tienen una trama profunda, que los hace mucho mas próximos a nosotros: relaciones familiares, conflictos casi-políticos por los recursos , elaborada tácticas de caza donde el espacio y el tiempo son meticulosamente calculados, trayectorias vitales que transparentan rasgos de personalidad únicos de cada animal….
Sin embargo cuando la somnolencia llega me es muy fácil desenganchar la atención y dormir. Una razón es la ausencia de voz humana que te interpela. Por supuesto hay una locución en off, a menudo magnifica, que narra. Pero no nos llama, no nos intenta seducir, vender, convencer, solo narra. Realmente lo que cuenta me afecta tan poco por que esos seres como animales salvajes que son me son extraños.
Nuestro modo de valorar a los animales están pervertidas por nuestra relación instrumental con los domésticos: Para nuestros abuelos eran riqueza con patas ( capital, caput, cabezas de ganado). Ahora son otros objetos de consumo: hace apenas unos días se publicó la noticia de que los españoles tienen ya más animales de compañía que niños.
El eje sobre el que gira la afición actual por las mascotas no es pragmático si no puramente afectivo. A la vez que las relaciones interhumanas son cada vez más quebradizas imprevisibles, mudables, el animal de compañia de mayor éxito, el perro, es un gadget que garantiza reconocimiento incondicional hasta la muerte, generalmente la suya. Puede ser el dueño un ser desagradable, difícil, insulso o mutilado física o emocionalmente, no importa. Un mínimo de cuidados es recompensado con afectividad y respeto fiel. Cubre un hueco en el orden de los afectos que ningún otro elemento de consumo puede soñar satisfacer.
Hasta ese punto los animales domésticos, familiares se han convertido en parte de nosotros, en seres en un lugar intermedio entre el ser humano y el animal libre, el salvaje.
Sin embargo este amor contemporáneo de las mascotas no define nuestra relación fundamental, de fondo con el mundo de los animales puros, los salvajes. Esta relación es básicamente la de incompatibilidad. Aunque compartimos espacio nuestros planos de existencia colisionan , como placas continentales, desde hace miles de años.
Hay una correlación férrea entre humanización del mundo y reducción de la masa de vida salvaje. En nuestro hogar, el espacio más íntimo no toleramos ni siquiera a pobre hormiga. Fuera, en las calles de las ciudades sobreviven sobre todo salvajes aéreos: palomas, murciélagos, gorriones, porque como somos animales terrestres nos vemos obligados cederles el cielo, no hay generosidad, nuevamente habitamos en dimensiones diferentes que se encuentran solo un puntos discretos: donde el ave se posa, y ello les salva.
Si salimos a los campos modelados desde hace generaciones por la agricultura la talla de los animales salvajes puede crecer un poco: conejos, liebres , algún zorro, alguna serpiente, sapos y ranas en zonas húmedas. Aterrados ante el mínimo indicio de presencia humana, cazados con ferocidad, se esconden y se alimentan de las semillas perdidas de las cosechas, de las plantas silvestres de los linderos entre campo cultivado y erial.
Si el hombre está más ausente, la vegetación menos amenazada por el desbroce y el arado, el bosque casi nunca natural, pero al menos protector, aparecen animales de mayor porte, jabalíes, gamos, ciervos, incluso allí donde el humano ha abandonado viejas ocupaciones aparecen depredadores: linces, lobos, incluso osos.
Pero solo en lugares concretos de unos cientos de kilómetros cuadrados en todo el planeta hay restos del tipo de fauna propia de una tierra libre, en lugares de China, India y sobre todo en Africa quedan estos restos de megafauna, donde los hombres aún no han sido capaces de empequeñecer a sus competidores salvajes, de robarles el agua la comida y el espacio.
En Europa ni siquiera los parques naturales del este (Polonia, Rumania) donde aún se encuentra alguna manada de bisontes mestizos son realmente lugares que estén directamente conectados con el antiguo continente no humanizado.
Los uros, las manadas de caballos salvajes (no ferales), los verdaderos bisontes esteparios, los leones que aún habitaban los Balcanes en época de los griegos. Todos ellos son animales terrestres de tamaño que precisan ocupar extensiones de tierra que son incompatibles con el humano en un continente relativamente pequeño, desde hace muchos siglos. Europa no podrá volver a saber cómo era, olía, sentía cuando aún no éramos los dueños fatídicos de todo.
Nuestra tolerancia con la fauna salvaje se mide por lo que les dejamos pues ocupar. Cuanto más humano es el lugar más achicamos , expulsamos, reducimos lo que es primigeniamente salvaje.
A veces me da por un bizarro ejercicio cuando me encuentro con un animal salvaje: mirenles a los ojos, a lo que parece que hay detrás. Hay en la mirada del animal salvaje más poderoso o inteligente, el tigre o un león, un elefante sentimientos claros, atención, curiosidad, hasta preocupación, tristeza y ternura, pero nada que pueda enfrentar la profundidad, el cálculo, el peligro de una mirada humana. Simplemente habitamos en otra dimensión , no somos del mismo mundo. Y si hacemos lo mismo con un perro doméstico veremos lo que hemos querido poner allí como especie, en el fondo de su mirada.
No es cierto , como se ha dicho que el humano sea esencialmente un animal más. Liberados a nuestras propias necesidades de supervivencia colectiva somos radicalmente extraños a un mundo natural puro. Nuestra relación con un ecosistema cualquiera es siempre disruptiva, lo abre y lo hace inestable, desestructurado, pierde su capacidad de autorregularse en nuestra presencia.
Nuestra extraña , extraterrestre especie lamentablemente es demasiado poderosa, demasiado fuerte e inteligente para un planeta como la Tierra, para la capacidad de los seres no humanos para resistirnos o ponernos límites.
Somos tan explotadores, tan aniquiladores de lo salvaje que nuestros problemas actuales se deben en parte a que depredamos ahora ecosistemas de aye , de un tiempo pasado, porque el calentamiento climático es consecuencia de nuestro consumo actual de los restos de seres vivos animales y plantas que habitaron la tierra hace millones de años. Hasta eso rapiñamos. Las consecuencias las estamos empezando a vivir, en estas generaciones, ahora, ya.
No podemos esperar pues que la tierra nos salve mostrándonos una salida por sí misma, no tendremos esa suerte. Solo nosotros podemos hacer lo que es necesario, la única salvación para el planeta y nosotros mismos es asumir nuestra extemporaneidad, nuestra naturaleza artificiosa, peligrosa para nosotros y los demás, y hacer lo que la naturaleza puede hacer con otros animales pero no con nosotros: ponernos límite.
No nos queda otra salida que convertirnos en algo muy diferente de lo que hemos sido desde nuestra aparición en la tierra, seres insaciables.