Sucedió esto, digamos, en los dosmiles. Yo era un pipiolo que acababa de empezar su primera pasantía en un despacho en la zona vieja de Santiago de Compostela. Tenía un pequeño cuartito con una estantería y un escritorio de madera; y a pesar de que más que mi despacho era un cuarto de archivo, ya me sentía Perry Mason.
Mi jefa se asomó por la puerta y me dijo:
- ¿Quieres que probemos a ver qué tal llevas un penal?
-¿De qué tipo?-, respondí
-Abuso sexual a menor de edad.
Se me iluminaron los ojitos.
Siempre me gustaron los delitos sexuales como tema de trabajo. Es una modalidad de delito cuyo enjuiciamiento descansa muchísimo más en la prueba del "por qué" y del "cómo" que del qué.
Es decir: nadie quiere que habitualmente le metan un hierro en el cuerpo, le den un puñetazo en la cara o le rayen el coche, así que muchas veces sólo hay que demostrar el qué (¿pasó o no?). Podemos estar de acuerdo en que es algo, por lo general, desagradable.
Pero la mayor parte de personas buscamos el sexo. Y puede ser de lo mejor de la vida y un motor de la existencia, pero al mismo tiempo, si no es deseado, puede ser de lo peor que nos pase. Ya no es sólo pelear el qué (si pasó o no el acto sexual) sino también el cómo pasó y el por qué pasó.
Mi jefa debió de verme demasiado ilusionado, porque añadió:
-Es un mendigo que le tocó el culo a una chavala en un súper. Me ha entrado por el turno y te lo paso, a ver qué puedes hacer.
Me cago en la puta: yo ya me veía peleando contra la plana mayor del Opus Dei y en cambio tenía que defender a un señor salido.
-Además- añadió- es muy probable que el pájaro haya volado, así que no te presiones. Intenta hacerlo bien.
Y tenía razón, por supuesto. Después de lo que os voy a contar, y una vez pasado por el hospital y prestado declaración, se desvaneció de la faz de la tierra. Mi cliente era un "mendegrino", una persona sin hogar que se recorre una y otra vez el Camino de Santiago en busca de guiris sonaos, cobijo, comida y algo de diversión.
No voy a aburriros con los detalles legales del caso, pero sí os relataré lo que saqué de las cámaras y el expediente; pues si buen nada hay gracioso en el hecho en sí, las circunstancias que lo rodearon fueron curiosas:
Las cámaras, en blanco y negro y con menos definición que el Pato Sosa, situadas en el interior del supermercado apuntando a la salida, mostraban a una chica de espaldas -de catorce años, decía el atestado- que esperaba en la fila de la caja.
A los pocos segundos aparece el futuro acusado detrás: llevaba un pack de cervezas en la mano izquierda. Con tranquilidad, sacó la mano derecha del bolsillo y parece que la abre y la mueve un poco para adelante. La chiquilla, en ese momento, se da la vuelta. La grabación era de una pésima calidad, pero de su expresión no me parecía apreciar enfado y ni tan siquiera sobresalto, sino incredulidad.
El fulano no se movió, pero se encogió de hombros. Casi podía imaginarme su cara: "Estas cosas pasan". Y posiblemente se hubiese quedado ahí, si no fuese porque en ese momento el tipo mira al lado, tira la caja de cervezas al suelo y echa a correr en dirección a la puerta.
Al momento se puede ver el motivo: una señora de unos cincuenta años, extremadamente rolliza y extremadamente bajita -y que según el atestado era la madre de la víctima- había irrumpido con la fuerza de diez huracanes desbocados. Había dejado a su hija guardando el sitio en la cola, mientras iba a coger unas verduras que se le habían olvidado, y llegó a presenciar la maniobra.
No se sobrevive durmiendo en la calle sin un fuerte instinto de autopreservación, y en cuanto vio el primer paso y la cara furiosa de esa madre coraje, el hombre arrancó con una envidiable premura.
La segunda grabación provenía de una cámara que, situada en la entrada, apuntaba desde una perspectiva cenital a la salida. Ese supermercado tenía de esas puertas correderas automáticas que, para lo que mi cliente deseaba en ese momento, eran insufriblemente lentas: Se chocó con ellas y forcejeó mientras lanzaba una mirada de pánico hacia atrás. Consiguió generar la suficiente abertura para salir justo antes de que entrase en cuadro la madre de su víctima, con mirada desbocada y agitando los brazos en el aire. Me di cuenta, gracias a esto, de que en la primera cámara llevaba bolso y en la segunda no.
Aquí terminan las grabaciones, así que lo que contaré a continuación viene relatado por los implicados en el asunto y por los testigos:
El fulano echó a correr calle abajo, presa del pavor absoluto, esquivando a los peregrinos que inundaban la ciudad. No se recogen declaraciones en este sentido pero me gusta pensar que algún sueco desubicado pensó que estaba viendo una escena cotidiana de estos sureños tan simpáticos.
Tampoco constaba en el sumario la nacionalidad del peregrino con el que, finalmente, el hombre chocó. Cayeron ambos de forma bastante aparatosa, y si bien el interfecto hizo amago de recuperarse y volver a echar a correr, no llegó lejos: tal vez las cervezas del vídeo no eran las primeras del día, o tal vez se había llevado un buen golpe en el impacto, pero lo cierto es que apenas pudo andar unos metros más antes de hacer unas eses y caer al suelo.
La señora, que lo seguía, se paró junto al peregrino atropellado. Pero no para interesarse por su salud, no. Los peregrinos, por lo menos los más tópicos, resulta que suelen llevar bastones de robusta madera con una contera de hierro en la punta. Resulta también que este peregrino era también bastante tópico; y la señora, habiendo perdido el bolso en el supermercado -decía la cajera que lo había tirado, sin éxito, al presunto delincuente- necesitaba un arma.
Así que enarbolando la lanza del caminante se puso a endilgarle al malhechor un correctivo acorde. Cuando poco después se personaron las fuerzas y cuerpos de seguridad, lo primero que hicieron fue acudir en el auxilio... de él. Además de llevarse el lomo caliente, el hierro le había abierto una ceja. No obstante, lo que no paraba de murmurar, confuso, era:
-Esa gorda quería meterme el palo por el culo.
Y es que habida cuenta de que el fulano se hizo un ovillo en el suelo mientras la señora lo vareaba, ella se percató de que nada se consigue atizando al caparazón de una tortuga, así que intentó meterle el palo por uno de los agujeros de la coraza, a ver si salía.
La policía separó a los implicados y comenzaron con las actuaciones. Cuando la señora comenzó a relatar los hechos, se percató de una cosa: Todo eso había empezado por su hija, ¿dónde estaba?
Y la chiquilla salió de detrás de uno de los policías:
-Mamá...- dijo.- Qué vergüenza me haces pasar, jo.