De niños y jóvenes, sucede a menudo que no sabemos que somos felices cuando lo estamos siendo. Es una sensación que analizamos y valoramos en retrospectiva, sobre todo cuando ya han pasado muchos años.
Delibes decía que hay dos formas de madurar: aprendiendo a ser conscientes instantáneos de nuestra felicidad o aprendiendo a saber qué es lo que nos puede hacer infelices. Solemos escoger la segunda, porque tenemos más miedo al dolor que amor a la alegría.
Eso nos lleva a que, conforme nos vamos haciendo mayores, nos convirtamos en máquinas juiciosas y sensatas de recordar o de proyectar, más pendientes de aquello que hicimos o de lo que haremos, que de lo que podemos hacer ahora.
No hablo de ese "vivir el momento presente" del mindfulness, una pseudociencia peligrosa, cuya principal conclusión es que la causa subyacente de la insatisfacción y la angustia está en nuestra cabeza. No, no hablo de esa mierda magufa posmoderna. Sino de nuestra tendencia a vivir de momentos que ocurrieron y se quedaron para siempre, a volver a ellos de forma constante. Y de esa manía que nos lleva a volverlos a buscar en el futuro, sino idénticos, muy similares (algo muy común en las relaciones amorosas). Extrañamos, melancólicos, el pasado. Proyectamos, ansiosos, el mañana. El hoy se vuelve un fastidio.
Y no, no soy partidario de esa publicitaria idea del tempus fugit a la que se acogen muchas personas que confunden inmadurez y egoísmo con valentía y autenticidad. Hablo de algo más sencillo: de que no nos paramos a pensar qué es la felicidad o al menos, cuales son los caminos que nos llevan a ella.
Gramsci decía que uno de los pocos espacios de libertad que ha dejado el capitalismo al ser humano es su concepto de la felicidad. Una idea profundamente personal que debemos defender a capa y espada. Hoy en día, ese último reducto de libertad, de autenticidad, está siendo profundamente atacado por la sociedad de consumo. Vivimos en un estado narcótico, propiciado por la prisa de los días y el estrés. Creamos escenarios idílicos para que “la felicidad” llegue de forma rápida e instantánea, acotada por las vacaciones u ocasiones especiales, nos adaptamos o incluso deseamos entornos que no son dados, vendidos, impuestos sutilmente, pero que, realmente, no son nuestros.
Viajes que todo el mundo emprende, planes que todo el mundo hace, experiencias gastronómicas que todo el mundo prueba, películas que todo el mundo ve, celebraciones que todo el mundo festeja, parejas que todo el mundo escogería, canciones que todo el mundo bailaría. Hoy, todas las ideas de felicidad siempre acaban en una tienda.
Pero si me pongo a pensar en los momentos más felices de mi vida, ninguno cumple con esos estándares clásicos que todos conocemos. Fueron chispazos que llegaron de forma absurda, cuando menos me lo esperaba, en lugares que jamás podría imaginar. Y en cambio, no recuerdo la mayoría de esos instantes o hitos vitales en los que se suponía que debía ser más feliz. No recuerdo mi graduación, ni mi primer beso. Tampoco recuerdo bien la primera vez que vi el Caribe o que viajé en avión, ni el día que terminé mi carrera o mi primer polvo. No me he casado y tampoco quiero. Supongo que tener un hijo será maravilloso, pero creo que hay cosas muchísimo más hermosas y memorables que vivir con tu hijo que su nacimiento, o al menos eso espero.
Puedo llegar a entender que el momento más feliz de la vida de mucha gente sea su boda o su graduación. Pero creo que esa gente no está siendo sincera consigo misma. ¿De verdad puede ser una boda, estresante, preparada, estandarizada, más feliz que ese, tal vez, estúpido, inesperado y maravilloso momento en el que descubriste que era esa la persona con la que querías estar sin ningún género de duda?
Uno de los momentos más felices de mi vida ocurrió después de una catástrofe. Estaba con mis padres y mi hermana, viendo la tele en el salón. Una noche cualquiera. Días antes habíamos estado a punto de morir en un accidente de coche. Estábamos todos bien. Tranquilos. Recuerdo ese momento como una experiencia amniótica y vuelvo a ella muchas veces cuando estoy nervioso o no me van bien las cosas. Otro momento que recuerdo es de hace pocos años. Había muerto mi abuelo y de la tristeza inicial, pasamos a cierta alegría mientras lo recordábamos y luego a la risa. Fueron dos días maravillosos, cálidos. Incluso su entierro lo fue. Extrañamente reconfortante, pleno, sencillo, feliz. Dudo que haya alguien en mi familia, ni una sola persona, que pueda definir ese momento como uno de los más felices de su vida. La felicidad es extraña. Y en el momento que deje de ser extraña, en el momento en que tengamos que darle constantemente al botón de rebobinado o al de avance, es que hay algo que estamos haciendo mal.
Ayer, leí una frase maravillosa que la afición del Nápoles escribió en la tapia del cementerio de la ciudad cuando conseguía sus dos primeros títulos con Maradona en sus filas: “No sabéis lo que os estáis perdiendo” y la lúcida reflexión que el portero argentino Vivalda hizo sobre aquel pintoresco acto de vandalismo: “La felicidad puede ser o no ser. Puede ser mucha o ser poca. Eso, en realidad, no importa. Lo único que importa es que sea nuestra. El día que deje de serlo, será mejor dejarlo todo y decir adiós”.
Dudo que Vivalda leyese a Gramsci, lo que sí sé es que se tomó su reflexión al pie de la letra y dijo adiós en 1994 arrojándose a un tren en marcha en Mitre (Argentina), acuciado por un presente del que no era dueño, con graves problemas económicos y una fuerte depresión. En su casa, la policía encontró una escueta notita de despedida: “Fui feliz. Y tal vez lo podría ser algún día. Pero hace ya demasiado tiempo que la felicidad ha dejado de depender de mi y cada día presente es una tortura, así que lo mejor es irse. Adiós y lo siento”.