Esta mañana estábamos trabajando en la agencia y un vecino, que vivía 6 pisos por encima de nosotros ha comenzado a pedir ayuda. El anciano, un señor muy amable al que vemos casi cada día salir con su tacatá al ritmo de un Parkinson avanzado, se había caído al suelo y no podía levantarse.
Según he podido saber luego a través de mi jefa, sus dos hijos estaban con COVID y no quería llamarlos, pero al parecer, tampoco es que vayan mucho a visitarlo de normal. La honradez resistente que mantienen aquellos que, como casi todos nuestros abuelos, las pasaron putas de verdad, le ha impedido tocar el botón de la Cruz Roja que siempre lleva encima.
Mientras hablábamos con él, tras ayudarle a sentarse en una silla y ver que no se había roto nada, he podido echar un vistazo a la casa. Un museo de recuerdos propio de un viudo de larga duración: fotografías antiguas de su mujer en lugar preferencial y en segundo lugar fotos de los hijos y nietos, una cocina desordenada con algunos platos sin lavar, dos jaulas con canarios, el dibujo del nieto arrugado y pegado con un imán al frigorífico, una ligera capa de polvo en casi todos los muebles y esa sensación que uno no sabe si es una luz, un olor o un frío que tienen todos esos lugares a los que hace mucho tiempo que nadie visita sin sentirse obligado a hacerlo.
Cuando una anciana pierde a un marido, tras el luto consustancial a la pérdida, se produce un extraordinario proceso de regeneración emocional e incluso físico. Mi abuela, al morir mi abuelo y tras un duelo complicado, mejoró en todos los sentidos.
Hablamos de mujeres que, en la mayor parte de casos, tuvieron un margen muy pequeño de elección a la hora de casarse y que lo hicieron a edades tempranas. Al verse liberadas de las cargas que implican los cuidados y la compañía de alguien al que, en la mayoría de casos, dejaste de amar hace muchos años si es que alguna vez lo hiciste, se produce en ellas un verdadero proceso de adaptación que les otorga cierta plenitud y calma para afrontar el final de sus días. Por eso, en España, de cada 4 personas mayores de 75 años que viven solas, 3 son mujeres y solo una es hombre.
La mujer es más fuerte que el hombre porque entiende mejor la irremediabilidad del paso del tiempo, porque lidia con la soledad con más dignidad hasta, en algunos casos, aprender a disfrutarla, porque, en definitiva, se vé liberada, al final de sus días, de todas las cargas, imposiciones y destinos que nadie le permitió elegir con total libertad.
Pero, los viudos... según el INE, a partir de los 70 años, las viudas viven casi 3 veces más que los viudos. Es un dato estremecedor. Los hombres somos incapaces de encontrar el sentido de la vida sin una pareja que nos quiera, que nos cuide o que, como mínimo, nos soporte. Son ellas, a las que el patriarcado ha vendido como sexo débil, como inestables, como incapaces, las que se enfrentan con más dignidad, fuerza y resolución al reto más complejo y poco valorado de nuestras vidas: el de encontrar algo de alegría y sentido a ese tiempo previo al final.
Este país no es un lugar para ancianos. No se les escucha, no tienen voz, no hay movimientos asociativos que creen redes vivenciales que vayan más allá de lo estrictamente sanitario, se les relega a la intrascendencia cuando se considera que no son productivos...el único protagonismo que tienen es el de villanos, en un nuevo relato neoliberal en el que son cobradores de una pensión que está arruinando al país y que pretenden conservar después de toda una vida de trabajo y lucha.
2 millones de personas mayores viven solas y en Comunidades como Madrid o Cataluña, donde sí hay estudios relacionados con la calidad de vida realizados en 2019, 2 de cada 5 afirmaban no recibir visitas familiares de forma regular más allá de Navidades y cumpleaños. El mismo estudio, realizado en 1999, revelaba que solo eran 1 de cada 5 los que afirmaban no recibir esas visitas. No se trata ya de una mera brecha digital que impide a los ancianos entender sus finanzas o que aleja las oficinas bancarias de sus hogares. Hay una brecha existencial que se está acentuando cada vez más.
En este ritmo vital cada vez más vertiginoso, cada vez menos gente quiere a viejos en su vida, cada vez somos más egoístas y menos empáticos. Nos deshumanizamos a marchas forzadas, cómo si nosotros no fuésemos a estar algún día en el lugar que están ellos, como si estuviésemos vacunados frente al Parkinson o la soledad de ese señor tirado en un piso lleno de recuerdos.
Después de calmarlo y de hablar un poco con él, mi jefa, que lo conoce desde hace años, se ha visto obligada a cortar esa verborrea incontrolable del que hace demasiados días que no habla con nadie y lo ha hecho con un torpe:
-Si es que no se le puede dejar solo.
Él, ha engarzado unas palabras en un suspiro:
-Sí, no se me puede dejar...