Acaso una breve reflexión que me inquieta estas semanas quisiera compartir con ustedes.
Con “Ilustración” nos solemos referir cierto movimiento intelectual, ideológico y político que suele situarse desde mediados del S. XVIII a principios del S. XIX, especialmente activo en Francia, Inglaterra y Alemania (si bien no solo en estos países encontraríamos ejemplos). Entre sus principales figuras encontramos todo un elenco de “estrellas” del pensamiento: Locke, Hume, Bayle, Voltaire, Rousseau, Montesquieu, D´Alambert, Diderot, Wolff, Newton, Kant...
Movimiento editorial que impulsó la publicación de ensayos, revistas y “sociedades de pensamiento” que resultarían en un vehículo esencial para la difusión de su propuestas, suelen ser aceptados ciertos “ismos” como las líneas comunes que caracterizan a la Ilustración: su defensa del antropocentrismo, colocando al individuo en el centro del criticismo, el pragmatismo, el academicismo o el universalismo, como necesidad de búsqueda de lo común al humano, se nos presentan como algunas de las características asociadas a la Ilustración. Pero sería en especial el racionalismo la característica más notable de La Ilustración: la “Razón”, desnuda de determinaciones apriorísticas, como instrumento de búsqueda de la verdad.
No es de extrañar por tanto, que la educación del individuo, la formación de capacidades críticas, la acumulación de conocimientos y el desarrollo de herramientas intelectuales y operativas se convirtiera en la esperanza del ilustrado para el cambio de un mundo que quería dejar atrás esas viejas costumbres y creencias del antiguo régimen. Solo así seríamos capaces, nosotros individuos que formamos las sociedades en último término, de discernir lo verdadero de lo falso. Y así nos dicen que la escolarización y educación universal, la secularización de sus contenidos y una mayor implicación de los poderes públicos en la educación fueron ganando terreno.
Sin embargo, algo se ha dicho y escrito ya sobre el mito de la ilustración y su "relato" de la conquista del pensamiento y sociedad moderna en base a la razón. Como ese materialista de Marx escribió, esa idea ilustrada de la “libertad, Igualdad y fraternidad” de la Revolución Francesa bien pronto se dio cuenta de la necesidad de convertirse en “infantería, caballería y artillería” cuando, ese general tan moderno e ilustrado llamado Napoléon, quiso exportar la idea fuera de las fronteras francesas. Como neumatología la idea es atractiva, pero atendiendo a la historia, a la hora en que hubo que ir poniéndola en práctica no parece que a la ilustración le bastase como método la simple exposición de sus verdades en base a la razón...
Nos dice esa idea ilustrada que la mente cultivada nos guiará por el camino de la verdad. Unas sociedad donde sus individuos ostenten cierto nivel de educación y capacidad de reflexión crítica debería así poder enfrentarse al engaño, tanto el de naturaleza propia como ajena. Me pregunto entonces cuánto tiene ese bonito sueño de mito y cuánto de realidad: porque uno diría que aquí mienten y se engañan a sí mismos los más educados y los menos. El de ciencias y el de letras. El ingeniero, el médico, el abogado, el historiador o el filósofo. El jefe y el empleado. El rico y el pobre. El que viaja y el que no salió de su pueblo. Diré que no hay que buscar mucho para verlo: sentémonos a ver una tira de publicidad o a leer sus periódicos de cabecera. Escuchemos por un momento todas esos discursos con las que justificamos muchos de nuestros actos.
Solemos reclamar contra eso que se ha venido a llamar la “posverdad” de nuestro tiempo una vuelta a la idea ilustrada, a la razón, que ahora entendemos como la necesidad de cuidar el vínculo entre las palabras y las cosas, entre las afirmaciones y los fenómenos, entre la política narrativa y la sustancia de lo que se legisla, como si en algún maravilloso pasado hubiera ocurrido tal acierto. Pero tal vez, por muy desalentador que sea, debamos comenzar a reconocer que esa idea de la verdad por el solo camino de la educación al menos se ha mostrado más débil y menos funcional de lo que ese optimismo iluminado nos la presentó. El conocimiento, la voluntad de informarse y la capacidad crítica puede servirnos como herramientas para no caer en el engaño, ¿pero cómo nos previene de ser nosotros los que mintamos?.
Decía Wittgenstein que “mentir es un juego de lenguaje que requiere ser aprendido como cualquier otro”: reconozcamos al menos que la mentira como institución humana no ha visto sus muros todo lo erosionados que esa ilustración pretendía.