Tras los siglos más oscuros de la Iglesia española, definidos por el penoso influjo del ultracatolicismo sobre diversos monarcas y por supuesto, la tétrica Santa Inquisición, la institución no perdió influencia social, pero en los 50-60 años previos al franquismo relajó su radicalidad, ajustándose a un país que tomaba conciencia de su obrerismo y su cada vez más insoportable miseria. Por primera vez surgían movimientos como el anarquismo, fruto de una relajación clerical que permitía a los desheredados buscar alternativas al Camino de los Justos.
El franquismo supuso un regreso intelectual, cultural y social a los peores años del catolicismo. La Iglesia, catapultada en su papel de víctima por el anticlericalismo de la Segunda República y el éxito del golpe de Estado, volvió a convertirse en lo que siempre fue, desde la España de los Reyes Católicos: un instrumento de terror y amoralidad disfrazada de ritos, rectitud y amargura autoimpuesta, siempre del lado de los que más tienen, pero esta vez adaptado a un nuevo siglo. Aunque no existía ya la Santa Inquisición, Franco otorgó poder absoluto a una Iglesia que actuó con mano de hierro para convertir un país ultracatólico, en un aquelarre salvaje de integrismo violento y delirante que hacía de la vida de millones de mujeres, niños y ateos, un infierno oscuro, lleno de culpabilidad, rezo y complejos que aún hoy persisten incluso en los que no creemos.
La España de los 40 y 50 habría convertido cualquier capítulo de EL Cuento de la Criada en una película de Walt Disney.
Fruto de aquellos 40 años de espanto, quedó inserta en la cultura de muchos creyentes (no de todos, es importante destacar esto) una pegajosa y rancia niebla idiosincrásica que antepuso la defensa del símbolo de la religión frente a sus valores más esenciales. La castidad incorruptible frente al amor, la rectitud frente a la empatía, la defensa férrea y con sangre, si es preciso, de la fe frente al poner la otra mejilla, la admiración de la riqueza frente a la comprensión de la pobreza...
El tiempo ha pasado y si en 1975, 4 de cada 5 españoles iban a misa, hoy, no llegan a 1 de cada 6.
Pero esa fe, ese oscuro veneno que el franquismo dejó inserto en la vida de millones de españoles, sigue dentro de ellos y también de sus hijos y nietos. Tan solo se ha transformado.
Ayer, cinco chicos magrebíes intentaron sabotear la procesión de Domingo de Ramos en El Vendrell. La emigración magrebí, que comenzó hace más de 3 décadas en España, ha protagonizado su primer episodio de este cariz. Más de 30 años han tenido que pasar, insisto, para que algo así ocurra.
Rápidamente las redes se han llenado de comentarios de católicos en redes sociales y en periódicos digitales. Desde amenazas de muerte, a comentarios racistas y tweets oportunistas de los neofascistas oficiales insertos en el status quo. Las generalizaciones, el racismo salvaje, vaya, ha brotado al calor de ese destape fascista que VOX ha engrasado con rotundo éxito. Antes la mayoría de capillitas y meapilas solían adaptarse al perfil bajo del votante del PP. Ahora se ha abierto la veda y miles de sociólogos veteranos comienzan a entender que tal vez, la Modélica Transición no tuvo tanto de Modélica, al menos en lo educativo y que sus consecuencias han tardado, pero ya están aquí. Como dijo Javier Krahe en 1979 al hablar de aquellos tiempos y de sus posteriores consecuencias culturales y políticas: "se puede seguir tejiendo alfombra, pero algún día será imposible hacerlo al mismo tiempo que crece la mierda que se ha querido tapar, hasta ahora, con relativo éxito". Y la alfombra está empezando a petar.
Al fijarme en los avatares de los comentaristas veo muchísimas banderas de España, también fotos de perfil con fotos religiosas, con esas vírgenes espantosas a las que jamás he visto la más mínima belleza y que me retrotraen a un franquismo de maltrato y miedo. Y ves dolor retestinado, el de personas que no viven su vida libremente, y que son hijos, nietos y tataranietos de personas que jamás han vivido su vida libremente. Personas asustadas, que utilizan palabras que no son suyas para expresar lo que no comprenden.
Creyentes que, sin saberlo, creen menos en su religión de lo que creemos los que somos ateos, porque no dan la más mínima importancia a la bondad pero si al castigo, porque creen en el yo antes que en el nosotros, y en el nosotros antes que en el todos, porque nunca han creído en el valor del perdón, solo en el poder simbólico de lo inquebrantable, porque transforman los prejuicios y la ignorancia en algo que llaman fe y que es, en realidad, una inercia que llena de espejismos decimonónicos su profundo vacío crítico.
O, como dijo Machado, porque "al hablar de palabras sagradas solo piensan en morir defendiendo lo sagrado, pero jamás en entender las palabras".