Mi abuelo nació y vivió en un pueblo del interior de Almería y la pobreza de la posguerra le impidió viajar. Mi padre lo llevó a ver el mar por primera vez en su vida. El viejo tendría unos 60 años.
Se dirigieron hacia Cabo de Gata. Aparcaron cerca de una playa desierta.
Los dos bajaron del coche. Era un día de abril, soleado y sin apenas viento y el Mediterráneo se reflejó en sus ojos oscuros por primera vez.
Casi hipnotizado, bajó por el caminito de arena que le llevaba hacia la parte más abierta de la orilla. Sus primeros pasos hacia el mar fueron torpes, nunca había andado sobre la arena. Mi padre lo observaba curioso, con la espalda apoyada sobre la puerta del dos caballos.
De pronto, paró en seco a escasos metros de la orilla, y mirando hacia el horizonte infinito y ligerísimamente redondeado, puso los brazos en jarra. El tiempo pareció pararse y mi padre, no muy dado a la emotividad, se sintió tan extraño como conectado al presente.
Mi abuelo se giró. Desandó tambaleante el camino y se dirigió al coche, abrió la puerta y se sentó en el asiento del acompañante sin decir palabra.
Mi padre subió al coche.
-¿Esto es el mar?
-Sí...
-Pues tampoco es para tanto.
Decía Sampedro que la felicidad es uno de los pocos espacios de libertad que nos ha dejado este mundo y que debemos protegerlo con uñas y dientes. Que no debemos dejar que nadie nos diga qué es la felicidad. Tanto es así, que soy de los que opina que es más importante saber qué es exactamente la felicidad, que encontrarla. Lo primero se queda contigo siempre, lo segundo es, muchas veces producto del azar. Lo primero es complejísimo, lo segundo es más o menos frecuente.
Pasolini opinaba exactamente lo mismo que Sampedro, pero sobre la belleza. Para él, la belleza es la cuestión más personal que pueda existir y el objetivo esencial en la vida es encontrarla. Puede que Sampedro y Pasolini hablasen de lo mismo. Tampoco importa demasiado y bien es cierto que, a veces, cuesta mucho diferenciar la dicha de la estética.
Hoy en día tenemos acceso a multitud de imágenes, obras de arte, canciones, libros, películas. Viajamos a cualquier rincón del mundo y conocemos a personas de culturas lejanas. Experiencias todas ellas, a las que, hace 20 años, solo podían acceder unos pocos privilegiados. Pero no es disparatado decir que corren malos tiempos para buscar la belleza y la felicidad.
La belleza, la capacidad de emocionarse, vive en nosotros. Todas esas emociones asociadas a grandes días marcados en el calendario suelen estar engordadas por la levadura del contexto y de las expectativas sociales y culturales. Bodas, aniversarios, cumpleaños, primeras citas… Pero los momentos más felices y bellos de mi vida suelen llegar cuando menos te lo esperas, sin querer. Supongo que en eso precisamente reside lo que da sentido a nuestra existencia para lo bueno y para lo malo, en que su curso es incontrolable e impredecible.
Este modelo de existencia hacia el que nos dirigimos quiere acabar con eso. Quiere obligarnos a estandarizar lo impredecible, quiere imponernos, sutil y gradualmente, una lista con aquellas cosas que deben hacernos sentir bien o mal, con aquello que es bello y aquello que no lo es. Quiere, en definitiva, o quería, que aquel día mi abuelo hubiese llorado de la emoción al ver el mar por primera vez.
Las cosas más bellas y que más dicha nos provocan, sean pequeñas, medianas o grandes, han sido creadas, intencionadamente o no, por personas libres. Genios o protagonistas casuales que no tuvieron miedo a lo impredecible, a lo incontrolable, a la opinión de los demás y que dieron la espalda a los límites culturales, sociales y religiosos, durante toda su vida o durante un solo segundo. Pocas cosas hay más valiosas en este mundo que alguien que te ayude a ser más libre.
Libertad. Una palabra a la que, además, personas más ajenas que nunca a nuestras vidas, están colocando hoy el veneno de la disyuntiva (“Libertad o...”). La disyuntiva es una forma de transformar millones de caminos en dos. O realmente en uno. “Esta es la libertad. Es lo que yo te digo que es”.
Del mismo modo que la autoayuda ha reducido la felicidad a una idea estandarizada concreta y el marketing ha reducido la belleza a una medida exacta, la política, lejos de ayudarnos a crear un espacio propio para encontrar la libertad, nos está imponiendo un concepto estático y monolítico de la libertad. Nunca se habló más de libertad que estos días. Nunca estuvimos más lejos de poder convertirla en algo nuestro.
A mi abuelo no le gustó el mar. A mí, me encanta. Él era una persona feliz. Yo hago lo que puedo. Él fue una persona libre. Yo aún disto mucho de serlo. Aún me quedan muchos años de margen para cumplir los 60, pero cada día que pienso en aquella escena lo tengo más claro: sin libertad no puede haber felicidad, sin felicidad, la belleza se esfuma.