Cada vez tenemos más información, cada vez profundizamos menos. El tiempo se ha convertido en un bien escaso y cuando lo poseemos, lo usamos para consumir contenido específicamente seleccionado para nosotros.
Internet, que vino para ser una herramienta que abriría millones de caminos, ha ido evolucionando hacia una intrincada maquinaria enfocada a ofrecernos un único camino: el que máquinas y complejos algoritmos consideran que es más adecuado y personalizado a lo que somos. Y he aquí el quid de la cuestión porque acabamos siendo incapaces de distinguir "lo que somos" de lo que internet considera que somos. Esta diferenciación es esencial y cada vez más compleja de realizar. Un paseo por Instagram puede permitirnos observar esa incapacidad de diferenciarnos, esa espantosa y alarmante homogeneidad que roza lo orwelliano. Las redes llegaron para expresarnos y para profundizar en nuestras rarezas, en aquellas cosas que nos hacían únicos, pero nunca fuimos más parecidos. Biografías, fenómenos virales, filtros, fotos, destinos turísticos, canciones... cada vez hay más donde elegir, cada vez más, elegimos lo mismo. Un estudio del CSIC demostró que la música moderna camina hacia la mayor homogenización nunca vista desde la llegada de internet. Algo similar, opino, está ocurriendo con series y películas, con nuestras opiniones e ideologías, con nuestro ocio y hasta con los nombres que ponemos a nuestros hijos.
El ensayo y error desaparece, solo queremos herramientas y sucesos que nos den la razón. Nos volvemos más monolíticos, menos porosos, más sectarios. En los 80 o 90, España era un crisol de tribus urbanas. Hoy basta con caminar unos minutos por la calle para percibir que la diferenciación se ha diluiodo. Peinados, ropas, eslóganes en camisetas, marcas...podrías andar por Londres, Moscú o Barcelona, Nueva York o Albacete y sólo sabrías en qué lugar te encuentras mirando los vestigios del pasado (los edificios, los viejos restaurantes...).
Pero más allá de la estética, de lo superficial, esa homogenización impera también en nuestra construcción interior del yo. Da igual si eres antivacunas, protaurino, ecologista o nazi. Internet te da todo aquello que precisas para reafirmarte, para chapotear en esa maravillosa sensación que da tener la razón o creer que la tienes (lo segundo ya es más importante que lo primero, otra consecuencia de otro efecto provocado por las redes e internet: la posverdad).
Las aplicaciones (Facebook, Tinder, Candy Crush) funcionan todas bajo la misma secuencia: precisas autoestima y buscas colmarla. Es el capitalismo de las emociones, es la sentimentalidad compulsiva. Lo que antes tardábamos años en lograr, ahora podemos tenerlo en unos segundos (la capacidad de atención del ser humano se ha reducido en unos pocos años de 12 segundos a 7) y exiges al resto del mundo, analógico, que te dé lo que deseas tan rápido como alguien te da like en Instagram, generando un sentimiento de fracaso que sustituyes rápidamente enfrascándote en otra aplicación diferente. El mundo exterior acaba siendo un escenario que representar, explorar, criticar, construir a través del mundo de tu móvil. De este modo, nuestra percepción del exterior, lo que amamos, lo que deseamos, lo que tememos, en definitiva, lo que fuimos, lo que somos y lo que queremos ser, acaba fuertemente asociada a los patrones de aplicaciones y redes sociales que unos ingenieros desarrollaron con la única intención final de recoger datos sobre nosotros.
Estamos construyendo nuestra existencia a través de sistemas señuelo que nos dan una falsa sensación de control y libertad y que no son más que plataformas para VENDER productos.
Hemos dejado de ser hombres y mujeres, para convertirnos en marcas personales. Nos mostramos, nos vendemos, tratamos de diferenciarnos para atraer al "comprador" en busca de una especie de pseudoamor, de atención, de fama. Y en ese camino nos estamos convirtiendo en los seres más insulsos y prototípicos de la historia de la humanidad.
Internet nos trajo la libertad. Lo que nunca imaginamos es que la usaríamos para construir una jaula dorada.