Año 2035, la NASA, en colaboración con el MIT y el Instituto Europeo de Tecnología, logra lo imposible: una máquina del tiempo.
La ONU abre una votación planetaria para decidir cuál será el primer viaje intertemporal. Gana por unanimidad el viaje a la Alemania nazi para asesinar a Adolf Hitler. Se abre un durísimo proceso de selección con más de 20.000 candidatos, para escoger al primer viajero en el tiempo. Es español. 9 millones de personas salen para aclamar al elegido a las calles de Madrid. En Tel-Aviv, 12 millones de judíos lo vitorean en el último desfile, como tataranietos del Holocausto que son. Es ya un orgullo nacional. El hombre del milenio. Su rostro se oculta por razones de seguridad. Nadie sabe nada de él, sólo su nombre: Javier. Sencillamente Javier.
Javier se entrena física y psicológicamente para el más duro y arriesgado de los viajes. Aprende alemán y lo perfecciona hasta la saciedad. Se le prepara un traje de la SS hecho a medida. Se le equipa con una cápsula de un potente veneno por si las circunstancias requieren de una muerte inmediata e indolora. Se le instruye en el manejo de armas de fuego y en 8 mortíferas artes marciales. Está preparado.
El viaje es emitido a través de una minicámara instalada en el iris de nuestro viajero del tiempo. 6000 millones de personas contemplan el mayor hito en la historia de la humanidad desde el viaje a la luna. El transporte es un éxito. Javier llega intacto al Berlín de 1938, un año antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial.
Nuestro héroe se introduce en la Cancillería del Reich, un nuevo e impresionante edificio, construido por Albert Speer. Se dirige hacia el despacho del Führer, tras superar, sin problemas y con sutil tacto, las barreras de seguridad. La tensión puede cortarse con un cuchillo. Abre la gigante puerta del despacho y ante las pantallas de millones de televisores en Tokio, Estambul, Antananaribo o Buenos Aires, aparece la cara del Führer en color y 9K. Millones de pulmones contienen al aliento a la espera del histórico momento. Javier no puede evitar admirar el enorme despacho del Führer. Tres estatuas griegas de unos 4 metros flanquean las banderas del partido nazi en los laterales y el cuadro de Eichhorst “La isla de los muertos”, cuelga sobre la pared posterior a su enorme mesa de despacho, dando a la estancia un aire tétrico que contrasta con la luz que entra por los amplios ventanales.
Un lienzo en blanco descansa a escasos metros de la mesa de mármol apoyado sobre un caballete y frente a él, en pie, Adolf Hitler, futuro asesino de 6 millones de judíos, arquitecto de una guerra que provocará la muerte de 100 millones de personas, mira, interrogante, a nuestro protagonista, con un pincel en la mano. El dictador dirige unas palabras a Javier, pero no podemos oír nada. El sistema de audio ha fallado, pero ni una sola alma puede articular una palabra en todo el planeta. Todos están a la espera de que Javier saque su pistola Swiss MiniGun con silenciador, oculta en una falsa costura de la manga del uniforme y aseste varios tiros al monstruo de Viena.
Los minutos pasan y nada de eso ocurre. Javier se sienta frente a Hitler y comienza lo que parece una animada conversación. De pronto, nuestro héroe y Adolf se levantan y se dirigen al caballete. Por todos es conocido que el Führer siempre fue un pintor frustrado. Hitler comienza a pintar bajo la atenta mirada de Javier, que le corrige, mientras Hitler sonríe dulcemente. La ira estalla entre los 6000 millones de televidentes. Nadie entiende nada. Todo parece una broma amarga y cruel. ¿Acaso se han invertido 40000 millones de dólares para enseñar a Hitler a pintar?
El odio deja paso a la incredulidad cuando el dictador alemán acerca su cara a la de Javier y se funden en un tórrido beso.
Comienzan los altercados en todo el planeta. Arden Tel- Aviv, Nueva York, Varsovia, Albacete…sin esperar al fin de la emisión. Decenas de países ordenan el toque de queda ante una multitud incontrolable.
Pero la acción continúa en Berlín, año 1938. Javier y Adolf siguen pintando juntos. Se suceden las caricias y los besos. Adolf comienza a desvestirse de forma libidinosa y se sienta en un gran sofá Luis XIV que hay junto al caballete y posa desnudo para Javier. Javier alza la mirada y se mira frente a un gran espejo para revelar, por fin, su identidad: no es sólo Javier, es Javier Ortega Smith. El espejo nos muestra la viva imagen del mal. Javier se mira y guiña un ojo. Se ríe de todo un planeta, desde Montreal a Buenos aires. Desde Tokio a Madrid.
Vuelve a bajar la mirada hacia su modelo. Adolf ha metido su pene entre los muslos para feminizar su cuerpo y gustar más a su enamorado, al que sonríe.
Javier comienza a pintar.