En Murcia siempre empieza el curso escolar antes que en la práctica totalidad de comunidades autónomas. Con el calor que hace por aquí a principios de septiembre, la medida parece sadismo puro. Pero tiene un fin propagandístico: el consejero de educación de turno puede dar su rueda de prensa diciendo que somos los más estrictos, eficientes y responsables, y por eso nuestros estudiantes empiezan el curso antes que nadie.
Todos sabemos que esas primeras semanas serán totalmente improductivas porque el septiembre murciano es mucho más caluroso que el julio madrileño, y además el aire acondicionado brilla por su ausencia en nuestras aulas (mención aparte merecen los centenares de estudiantes a quienes les toca dar clase directamente en barracones). Y sabemos que, como todos los años, nuestra comunidad volverá a estar a la cabeza de España en fracaso escolar, porque lo importante no es empezar el curso 15 días antes sino invertir en educación y no en aeropuertos sin aviones. Pero a nuestros políticos sólo les importa cubrir el expediente y dar una falsa imagen de rigor y responsabilidad.
Esto me vino a la cabeza cuando, hace unos días, leí que en Francia se permite salir a los ciudadanos (sometidos a estado de alarma como nosotros) a pasear durante una hora, siempre que no se alejen más de 1 km de su domicilio. Deben caminar solos salvo que convivan con más gente en su casa, en cuyo caso podrán ir acompañados de ellos.
En España esto se encuentra terminantemente prohibido, tanto si eres padre de un niño de 3 años que está desesperado por no salir de casa desde hace 1 mes como si vives en una infravivienda de 10 metros cuadrados. Pero, curiosamente, sí se te permite (es más, se te obliga en muchos casos a) ir a trabajar todos los días permaneciendo horas en metros y autobuses atestados. A modo de ejemplo, en Murcia gobierna el PP (que pedía la paralización de toda actividad económica no esencial) y las obras públicas dependientes del Ayuntamiento siguen como siempre, con los trabajadores operando como cualquier día.
Si hubiésemos hecho como en Italia y paralizado toda actividad económica no esencial, comprendería la prohibición de salir a la calle. Pero no entiendo que, en lugar de establecer un régimen de salidas como el francés (que minimiza el riesgo de contagios y garantiza una mínima calidad de vida), se imponga una prohibición radical mientras se mantienen otras actividades infinitamente más peligrosas. Y así nos encontramos con la paradoja de que el mileurista que vive con su mujer y su hijo en un apartamento de 30 metros cuadrados, no puede sacarle a pasear media hora el domingo a la puerta de su casa, pero debe hacinarse con 100 más en un vagón de metro el resto de la semana. La triste costumbre de nuestros gobernantes de cubrir el expediente anteponiendo las apariencias al bien común e ignorando a toda la gente que, por sus circunstancias habitacionales, personales y familiares, está pasándolo realmente mal por no poder salir a la puerta de la calle. Pero claro, el bienestar de esa gente no vale tanto como los dividendos de las constructoras que siguen levantando edificios como cualquier día.