Ayer leía a un usuario por aquí que en Sevilla crías de pájaros estaban cayendo de los árboles muertas por el calor. Pensaba en eso cuando hoy he ido a visitar a mis padres dando un paseo, como siempre hago, y he llegado a la conclusión de que el momento de no retorno con respecto a la crisis climática ya ha llegado. En realidad, si esa ha sido mi percepción es porque ese punto hace mucho que lo hemos cruzado. En mi ciudad, Zaragoza, el cielo tenía un extraño color rojizo y la temperatura es poco menos que insoportable. Hace muchos años debatía en la universidad con un profesor de filosofía acerca de la subjetividad de las percepciones, así que les voy a hablar brevemente de lo que para mi es insoportable. Me encanta el ejercicio físico y, de hecho me gusta mucho —como les comentaba— uno de los para mi mejores deportes: andar. Ni miro tiempos ni gaitas, disfruto del paisaje, de la naturaleza y del recorrido. Hace poco hice una marcha de cincuenta kilómetros, aunque como en todas las disciplinas para llegar a eso hay que prepararse y tener en cuenta bastantes elementos. Ese recorrido lo hice bien hidratado y siguiendo el viejo truco del desierto para soportar el calor: ir con prendas adecuadas pero completamente tapado. Sería hace un mes o así, en un día soleado, cuando en los informativos hablaban del "buen" tiempo que permitía tomarse una cervezas en la terraza o ir a la playa. Con todo esto lo que trato de decirles es que en gran medida las sensaciones son subjetivas (aunque llegan a un punto, cuando están indicando una lesión, que alertan de un daño objetivo) y dentro de esa subjetividad el calor per se no me asusta fisicamente.
Pero hoy ha sido especial, se notaba un bochorno antinatural por las calles. También me interesa mucho la etimología. Nuestro lenguaje no es inocente y si el ser humano habla de natural o antinatural se refiere normalmente a lo que le resulta habitual. Por lo tanto, mejor expresado, el calor que he sentido hoy no ha sido frecuente en la historia de la humanidad para estas fechas, pero todo parece indicar que va a ser lo natural —es decir— lo habitual, a partir de ahora. Y en un fenómeno de retroalimentación ya estudiado en climatología, una de las Casandras de nuestro tiempo, aumentará. Por cierto, hablemos de Casandra. Hoy precisamente a raíz de todo esto que les he contado me he acordado de ella: maldita, condenada a conocer el futuro pero a que no se le haga caso. Incluso he mandado un artículo esta mañana sobre ella a Meneame. La filosofía, instrumento de conocimiento en manos humanas—y por tanto de su posible salvación— del que los incultos se burlan arrastrándonos a todos al Hades, muestran en el mito de la sacerdotisa de Apolo (entre otros muchos) la naturaleza del ser humano: capaz de ver su aciago futuro pero incapaz de prevenirlo. Troya va a caer, mientras sus ciudadanos no hace nada por salvarla: está el que dice que ya no se puede hacer nada, el que afirma que no hay qué temer a las tropas aqueas porque son un engaño y el que piensa que los Dioses nos salvarán (incluyendo en el panteón a la ciencia porque piensan —los tan ignorantes como los que ofrecen sacrificios en un altar— que la ciencia funciona como en las películas: un poco más de recursos cuando veamos el rayo de Zeus o de Yahvè y salvados). Lo siento, pero entre las habilidades de la ciencia no está el salvar el mundo en el último minuto; entre las que sí está es el salvarlo con tiempo avisándonos de los peligros que nos acechan. Y como a Casandra, no le estamos haciendo caso. ¿Habrá tiempo?
Y mientras le daba vueltas a todo esto, volviendo de casa de mis padres bajo el cielo rojizo y mi camiseta acostumbrada a largas marchas empapada de sudor; mientras a mi alrededor en el mismo centro de la ciudad desfilaban coches y más coches con las ventanillas subidas y una, dos o —máximo— tres personas en su interior, algo me ha rozado. Era un ser vivo que ha caído de su hogar, era una criatura que ha agonizado y ha muerto a mis pies. De calor. Escribo estas líneas y me vienen lágrimas a los ojos. He sufrido con él y que me perdone quien esto le parezca atroz: me he alegrado —mucho— de no tener hijos. Hoy hubiera pensado mucho en ellos, sin saber qué va a ser de su mundo en quince, diez, cinco años. Hoy he visto que la humanidad va a pagar un alto precio, tal vez por desgracia el de su prole sacrificada en el altar del progreso, por ese pobre pájaro muerto que ha agonizado a mis pies.