En la Grecia clásica, el suicidio se consideraba un crimen contra el Estado. La razón era que los deberes del ciudadano hacia la polis eran la piedra angular de su sistema jurídico-moral, y uno no tenía derecho a quitarse de enmedio porque con ello eliminaba una capacidad productiva que estaba obligado a poner al servicio del bien común mientras la vejez o la enfermedad no se lo impidieran. En definitiva, el ciudadano no podía disponer de su vida por su posición de eterno deudor respecto de un acreedor (la polis) que tenía derecho a exigirle esfuerzo, trabajo y sacrificio hasta el fin de su vida productiva, y ello a cambio de todo lo que le había dado desde su nacimiento.
Hoy en día esa idea está generalmente superada, y quienes niegan el derecho a disponer de la propia vida lo suelen hacer desde una perspectiva religiosa (Dios es el único con poder para darla o quitarla), pero el común de los mortales ha llegado a la conclusión de que somos seres libres y de que nuestra más sagrada propiedad es el propio cuerpo, por lo que gozamos del derecho inalienable a hacer lo que queramos con él, desde cuidarlo y ennoblecerlo a degradarlo y destruirlo. Pero con un límite: dañar de forma arbitraria o poner en un peligro injusto los bienes de los demás.
Alguien que conduce a 200 km/h o ebrio no tiene por qué matar a nadie. Tal vez sea un grandioso conductor que, incluso en esas circunstancias, puede manejar el coche sin provocar un accidente. Pero está generando un peligro abstracto sumamente elevado, y el Estado tiene derecho a prohibirle que lo haga, pues la ponderación entre su libertad para conducir y las probabilidades de daño que puede causar justifica que se le exija hacerlo en unas condiciones que eviten ese alto porcentaje de accidente.
El mismo argumento se emplea con las drogas ilegales por parte de quienes defienden su ilegalización. El individuo es libre para tomarlas, pero la brutal adicción que pueden causarle le privará de todo autocontrol y muy probablemente acabará convirtiéndole en un peligro para los demás, ya que robará, matará o ejecutará cualquier tropelía para obtener su dosis. Todo ello aparte de los daños que puede causar cuando está fuera de sí por los efectos de la sustancia. Nuevamente, es posible que el toxicómano sea millonario o consuma su droga en un contexto donde no daña a los demás, pero el riesgo de que se convierta en un peligro para sus semejantes justifica la ilegalización de las drogas duras. Respecto a otras como el alcohol, se dice que su poder adictivo es menor y que pueden consumirse habitualmente con moderación sin causar esos males, por lo que el peligro abstracto no es tan alto como para justificar que se prohíban.
Ahora bien, hay algo en lo que partidarios y detractores de la legalización de las drogas coinciden: se debe informar a sus consumidores de los terribles efectos de su consumo. De su poder adictivo, de los estragos que causan en la salud y de cómo acaban convirtiéndose en muchos casos en el podrido y asqueroso centro de la vida de quien las consume, que renuncia a todo lo demás para seguirse matando lentamente. Quien consume algo debe saber a lo que se enfrenta. Precisamente por ello se crean campañas para informar del peligro del consumo excesivo de alcohol o del tabaco.
Pero hay algo que no entiendo, y que no sé si responde a la presión de un lobby o a la falta de conciencia de los poderes públicos ¿Por qué no se hacen campañas similares sobre el juego en general y las casas de apuestas en particular? Hay gente partidaria de ilegalizarlas, aludiendo al tremendo daño social que generan, a la infinidad de ciudadanos arruinados por su adicción y a las consecuencias de exclusión social e incluso la comisión de delitos para obtener más dinero que apostar. Otros rechazan esta idea escudándose en la libertad de todo individuo para hacer lo que quiera con su dinero, y negando el trastorno mental que es la ludopatía.
Puede discutirse sobre la ilegalización de las casas de apuestas o sobre las restricciones que deberían establecerse a su funcionamiento, pero hay un dato obvio que nadie puede negar: el juego es adictivo, y cuanto más sencillo resulta acceder a él, más peligro representa para la salud mental y el bienestar material de los ciudadanos. En esta noticia se habla de la cuadruplicación de los ludópatas tras la apertura de las casas de apuestas www.elconfidencial.com/espana/2018-09-11/ludopatas-registro-madrid-dis y esta otra refleja el caso de un tío que acabó robando a su mujer para satisfacer el vicio www.abc.es/espana/madrid/abci-ludopatia-dispara-madrid-robe-6000-euros Si preferís un análisis científico del problema, os recomiendo este artículo universitario dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=6065551
¿Por qué, entonces, hay campañas masivas que dicen "el tabaco mata" pero no otras que informen de que "el juego engancha y arruina"? Tal vez se deba al negacionismo que todas las epidemias incipientes suelen provocar en los poderes públicos. Tal vez dichos poderes se estén forrando con las casas de apuestas y no les conviene. Lo único evidente es que quien se acerca a una casa de apuestas tiene derecho, en su condición de consumidor, a conocer el peligro del producto que está comprando, pues de lo contrario su decisión no es libre. Y el Estado está incumpliendo sus deberes más elementales a ese respecto.
¿Os imagináis un anuncio donde apareciera un tío con tres puros en la boca mientras se oye de fondo "FUMA, FUMA, FUMA"? ¿Y otro con una modelo exhuberante en bikini bebiéndose una botella de vodka mientras de fondo se escucha "BEBE, BEBE, BEBE"? Pues es lo que vemos en los anuncios de Sobera sin que se le exija que en el propio anuncio informe de los peligros de lo que está promocionando, y sin que tampoco exista un contrapeso informativo externo. Y el peligro del producto no es menor que el del alcohol.
Concluyo resaltando el colmo de la hipocresía que se encuentra en este asunto. Si yo ayudo a morir a una persona que libre y conscientemente lo ha decidido, voy a la cárcel. Si abro una casa de apuestas y la rodeo de los instrumentos propagandísticos para atraer al mayor número de incautos, sin informarles de lo que les puede pasar si se enganchan, y les dejo seguir jugando noche tras noche hasta que se arruinen una vez enganchados, nadie puede tocarme. Nuevamente, la conjunción de prejuicios tardofranquistas, deseo exacerbado de lucro y pasividad del Estado (se deba a que le han dado sobres previamente o simplemente a su negligencia) nos coloca en un panorama desolador.