"Nunca tomes al espectador medio por alguien menos inteligente que tú, aunque toda experiencia vital te indique lo contrario" dijo el creador de The Wire, David Simon.
Simon se mantuvo fiel a esta máxima en Generation Kill, la historia de un destacamento de marines durante la invasión de Iraq. No hay malos y buenos aquí, todo son grises. Personas que cambian de opinión progresivamente o que se mantienen incólumes al paso de las malas decisiones. No hay héroes, no hay pacifistas. Solo hay soldados haciendo su trabajo: matar.
David Simon te traslada a la guerra tal y como es. Nada de Salvad al Soldado Ryan o Apocalypsis Now. Sin artificios, sin villanos, sin maniqueísmos. Todo es un teatro de títeres autómatas puestos de anfetas, de miedo o de patriotismo.
La estupidez y sinsentido de la invasión se revelan (o no) obligando al espectador a razonar por los caminos que él crea más convenientes. No hay forma de justificar una guerra, pero esta, especialmente, muestra toda su sinsentido a través de la frialdad de unos chavales que solo quieren hacer lo que les toca hacer y salir vivos, como el albañil que levanta el muro en un andamio o el bombero que apaga un fuego forestal.
No logras empatizar con ningún personaje, pero cada diálogo esconde una reflexión que te obliga a tomar una decisión moral, preguntándote qué cojones harías tú, algo similar a lo que pasaba en The Wire.
La conclusión global a la que uno llega, de uno u otro modo, es aterradora: la invasión de Iraq fue una competición entre altos mandos del ejército estadounidense para colgarse los más grandes méritos. Las vidas de los marines eran tan solo el instrumento. Iraq y sus habitantes, civiles o soldados, eran un mero escenario.
Pero apenas se habla aquí de Bush, del petróleo, de Rumsfeld o de las armas de destrucción masiva. No es ese el objetivo de David Simon. Se trata de ir mucho más allá, porque son las decisiones delirantes del alto mando las que te hacen sentir perfectamente la instrumentalización radical del destacamento y como este la acepta sin rechistar. Y es ahí donde SImon logra que lo entiendas todo: el problema no es la guerra. El problema es la obediencia y el poder que se destila de ella.
Inmigrantes de tercera o cuarta generación, white trash y algún que otro chaval de clase media despistado por el honor y el patriotismo conforman un juego de ajedrez en el que el día a día se compone de decisiones sin sentido, objetivos bélicos inexplicables, equipamientos insuficientes, mal rancho, desierto, arena, sudor, pajas, chistes soeces y diálogos antológicos.
Simon logra algo extraordinario: un realismo tan sucio como intachable y esa extraña sensación de que los días se van sucediendo como una especie de turbio duermevela que uno no sabría si definir como un sueño o una pesadilla, gracias a un guion, una facturación técnica y una ambientación magistral.
Creo que, hoy más que nunca, con el conflicto de Ucrania copando el número 1 en la lista de nuevas desgracias planetarias, es un buen momento ideal para ver a Generation Kill.
¿Por qué? Porque como dijo Simon al ser preguntado por la ausencia de héroes o villanos en Generation Kill, "si alguien debe explicarte por qué la guerra es mala, entonces deberías alistarte. Es probable que seas un gran marine".