Los humanos parimos ideas, las cuales mezclamos, cocinamos y aderezamos para crear así unas combinaciones que llamamos ideologías. Más tarde, una vez hemos creado nuestro nutriente intelectual favorito, por resultarnos sabroso o placentero, nos habituamos a consumirlo asiduamente. En el peor de los casos acabamos repitiendo una y otra vez, haciéndonos adictos a nuestro manjar y rechazando cualquier otro. Sin embargo, el camino al fanatismo no se asemeja a una especie de trastorno alimenticio, sino que se trata de algo mucho más complejo, puesto que es una relación de ida y vuelta.
Creamos nuestros sistemas de ideas y les damos vida. Actúan como un virus en nuestro software social, cuya única misión es sobrevivir, reproduciéndose sin descanso. Nosotros escribimos el libro de hechizos, pero, como en las malas obras de fantasía mágica, el papel cobra vida y empieza a darnos órdenes. Al principio de forma sutil, más tarde de forma directa. Compartimos nuestro descubrimiento y formamos una comunidad. Ahora somos los adoradores del libro y necesitamos un nombre. Creamos nuestra identidad a su alrededor y empezamos a clasificar a la humanidad entre creyentes e infieles. Por fin llega el día y una epifanía se nos revela, pues el libro ya habla de forma clara y recita unos dogmas que, al principio, pueden discutirse, pero pronto se consolidan como la base de nuestra fe. Entonces ocurre la magia final, el milagro. El libro mágico, aquel caldero en el que fuimos echando nuestras ideas y las de otros en distintas proporciones, es un ser completo que nos dicta La Verdad. Ahora él nos crea a nosotros, escribe sobre nuestra piel, nos dice cuáles son las verdades fundamentales y lo equivocados o malvados que son aquellos que las rechazan. Es entonces, justo entonces, cuando ya no necesitamos más ideas porque tenemos ideología. Somos portadores de una llama que permite iluminar al mundo y quemar a los herejes. Y lo más importante: podemos preguntarle a nuestro amigo mágico sobre cualquier cosa. Nos contestará desde su verdad incuestionable y solo necesitaremos acatar sus indicaciones para conducirnos virtuosamente.
El fanático, pues, no es otra cosa que quien se ha adscrito a una ideología, propia o ajena, hasta implicarse de tal forma que es la ideología la que le dicta a él cómo pensar. Evidentemente, las religiones tienen los ingredientes necesarios para que este fenómeno suceda, pero toda ideología puede actuar como una religión laica. En el caso de las religiones tradicionales, el creyente puede alegar que es la voluntad de una divinidad; en las religiones laicas, trata a la propia ideología como una divinidad, sorteando la evidencia de haber sido creada por los hombres al asignarle una naturaleza que es anterior o superior a su voluntad.
Cualquier tipo de ideología es capaz de adquirir sus propios fanáticos, pero voy a detenerme en señalar el caso de Milei, el personaje de moda, pues sus declaraciones muestran el ejemplo perfecto de lo que intento argumentar. Tomemos solo dos.
En 2022 protagonizó una polémica al votar en contra de un programa de tratamiento de cardiopatías congénitas en bebés. Al ser cuestionado por la razón, le bastó con respaldarse en la ideología: “Bueno, lo votamos en función del ideario liberal”. Un buen fanático no necesita más explicaciones. Si su libro sagrado dice que la intervención del Estado es siempre maligna, la regla se debe seguir pese a quien pese y tenga las consecuencias que tenga. Si algo es un pecado para nuestra fe, el tabú ha de cumplirse sin excepción. Por ello, no cabe entrar en el fondo de las consecuencias, pues nuestra ideología no puede equivocarse y es universalmente válida.
El segundo ejemplo refuerza lo expuesto. En el reciente foro de Davos se permitió afirmar, ante el estupor de los presentes, que “el fallo del mercado no existe”. Creer lo contrario es, por tanto, una herejía, y a los enemigos de la verdadera fe solo queda combatirlos. No merecen ningún tipo de argumento más. La deidad a la que adoramos no puede equivocarse. A partir de este axioma, puede interpretarse la realidad. Puede y debe. Si nuestra ideología-religión dice que el mercado debe regularlo todo y ello implica la muerte de bebés con problemas de salud, debemos aceptarlo. Olvidemos el detalle de que somos nosotros quienes creamos a los dioses, aceptemos gustosamente sacrificarnos a su voluntad. Olvidemos que fuimos nosotros quienes les dotamos de ella, quienes los imaginamos en nuestra fantasía y les supusimos la infalibilidad.