En los estertores de la guerra civil, más de medio millón de españoles entraron a Francia huyendo de la llegada del ejército franquista. Doscientos mil niños y casi cien mil ancianos, según Paul Preston, lograron cruzar los Pirineos.
Al frío, el hambre, la enfermedad y el agotamiento, había que sumar el horror de tres años de guerra civil fraticida, la tristeza y la desmoralización que producían la pérdida de familiares y amigos, y la impotencia de haber visto morir sus ideales y una joven democracia.
Fueron muchos los que creyeron que, después de que Francia no moviese un dedo por la República tras el golpe de estado, al menos serían recibidos con los brazos abiertos. Nada más lejos de la realidad. El Gobierno francés tachó a los exiliados de violadores, asesinos de curas y criminales. Esta concepción fue amplificada por la prensa francesa que logró crear una alarma social que dejó una profunda impronta en la sociedad gala, auspiciada por una izquierda timorata que creía a su país inmune al drama del fascismo.
De esta forma, se optó por la peor de las soluciones: agrupar y aislar a todos los refugiados, separando a mujeres y hombres, confinándolos en campos de concentración alambrados y vigilados por guardias senegaleses. Familias enteras de españoles, con ancianos, mujeres y niños, recibieron el trato que se reserva a los peores delincuentes: encarcelados, sin techo y con temperaturas bajísimas, en condiciones higiénicas atroces y sin comida, ni agua. Las ratas, los piojos y epidemias como el tifus no tardaron en aparecer. En los primeros seis meses de encierro, murieron casi quince mil refugiados de hambre, frío y enfermedades. A esto debemos sumar la disciplina militar y los castigos físicos a la que se sometía a los españoles por parte de las autoridades francesas. El trato fue tan vejatorio y la violencia tan frecuente, que muchas de las cárceles y campos fueron clausurados por las quejas de los pocos políticos dignos que le quedaban a la izquierda francesa.
El objetivo del gobierno galo era claro, querían desmoralizar a los refugiados españoles y enfrentarlos a una encrucijada: o volvían a su país o se alistaban en la Legión Extranjera. Más de la mitad de refugiados optaron por volver a España, pagando las consecuencias de tamaño atrevimiento: cárcel, campos de concentración o mano de obra esclava para el franquismo en minas, canteras y carreteras. Ian Gibson estima en más de 40.000 los muertos desde el final de la guerra civil hasta 1941 en los campos de concentración del franquismo y en las opacas redes de esclavos republicanos.
El resto, unos 220000, seguían en suelo francés cuando Hitler comenzó la invasión de Polonia. Los españoles pasaron de peligrosos delincuentes a deseados “voluntarios”. Tras huir de una guerra atroz, se abocaba a miles de excombatientes a luchar en la peor de las guerras. Su infierno no había hecho más que comenzar.
Muchos de los españoles alistados en la Legión Extranjera lo hicieron por coherencia a sus ideales. Otros en cambio, fueron prácticamente obligados. Si los refugiados eran demasiado jóvenes o no tenían formación militar, se les destinaba a campos de trabajo en el centro y norte de Francia, cuyas condiciones de vida podían a llegar a ser ligeramente mejores a las de los campos de concentración del sur, ya que les permitía escapar del encierro y ganar algún dinero para comenzar una nueva vida. El hispanista inglés Gabriel Jackson estima en más de 35000 los niños españoles menores de 16 años que trabajaron en minas, fábricas y barcos mercantes franceses en condiciones laborales verdaderamente salvajes.
Fueron 100000 los españoles que lucharon contra el nazismo en la Segunda Guerra Mundial. La mayoría de ellos perdieron la vida en combate. Otros en campos de concentración. Mauthausen fue el destino mayoritario para ellos.
Allí, un catalán y comunista, Francisco Boix, arriesgó su vida para sacar los negativos de unas fotos que plasmaban el horror en el campo, que fueron claves para la inculpación de varios altos mandos en los Juicios de Nuremberg caomo Ernst Kaltenbrunner y Albert Speer. Boix fue enterrado en una fosa común, en un miserable cementerio de París, acompañado por 3 amigos, muerto a los 30 años de edad por las secuelas de la desnutrición tras su estancia en Mauthausen.
En 2015 los Reyes, representantes de ese orden de estado contra el que luchó gente como Boix, acudieron a homenajear a los republicanos españoles que liberaron París, iniciativa que partió del gobierno francés.
Los restos de Francisco Boix fueron trasladados con honores en 2017 al cementerio de Perech Laise, 40 años después de la muerte de Franco. A su entierro acudió la alcaldesa de París, pero ningún representante del gobierno español. Los Reyes denegaron la invitación aludiendo problemas de agenda (un viaje a La Mancha para la inauguración de una Central Hidroeléctrica).
La vida de Boix, es la historia del siglo XX. Un hombre de orígenes humildes que luchó en la guerra civil contra el franquismo, luego malvivió en un campo de concentración francés y después combatió por voluntad propia contra el nazismo en la Legión Extranjera, para acabar en un campo de concentración nazi donde se gaseaba y se hacían experimentos científicos horrorosos con personas vivas.
Semanas antes de morir le escribió a un amigo: "Soy pobre y voy a morir entre la miseria, pero he vivido mil vidas en una, todas llenas de dignidad. Me voy tranquilo, Ramón. Lo único que me duele es España y el riñón."
Dignidad es lo que le falta a este país. A raudales.