Cantos de sirena de un coche patrulla (7)

VI

VACLAV NERUDA (ALIAS THOMAS HARDFORD)

Redacte lo que le cuento como mejor pueda, pero sin que se note que habla un extranjero que no domina el idioma. El extranjero soy yo, y no usted, que lo escribe.

Freiheit ist Notwendigkeit. La libertad es el reconocimiento de la necesidad. Lo dijo Hegel y yo lo seguí como pude. Seguramente este concepto le suene extraño a la mayoría, pero cuando has nacido en un país que primero fue ocupado por los nazis y luego por los rusos, sin periodo intermedio alguno, te planteas muchas cosas. Y cuando oyes decir a tus mayores que echan de menos a los nazis porque por lo menos permitían emigrar, más aún.

Yo soy músico. Amo la música con toda mi alma. Seguramente eso ni se le había pasado por la cabeza, ¿no es cierto? Soy violonchelista y he sido también director de orquesta, pero las circunstancias económicas de mi país, sobre todo tras la caída del bloque comunista, me dejaron sin trabajo y sin futuro. 

Mi país se llamaba aún Checoslovaquia cuando lo abandoné, pero luego lo partieron en dos, sin que nadie sepa muy bien por qué. Por eso la división fue pacífica: porque las dos mitades no se odiaban entre sí ni comprendían por qué se disolvía una federación que había funcionado tantos años. Supongo que lo que sucedió fue que los dos presidentes regionales querían ser tratados con honores de jefe de estado. Así es como funcionan estas cosas, digan lo que digan más tarde los historiadores, empeñados en buscar explicaciones enrevesadas porque las comunes los delatarían como prescindibles.

En primer lugar estuve en Austria y Alemania, pensando que en esos países, tradicionalmente amantes de la música, encontraría trabajo. Y descubrí, por supuesto, que en los países amantes de la música ya hay muchos y buenos músicos. Demasiados, incluso.

Luego pasé a Francia, donde la música siempre fue un felpudo para dar entrada a las relaciones sociales, y cuando me cansé de competir con los canapés de foiegras por el interés del público vine a España, pensando que tendría las mismas dificultades que en todas partes, pero con un mejor clima y una sociedad más benigna. Poco después caí en la cuenta de que Neruda no era un nombre adecuado para un músico, porque aquí Neruda era otro, un poeta chileno muerto que ni siquiera se había llamado Neruda, sino Neftalí Reyes. Ya sé que Pablo Neruda es un gran poeta universal, pero como pariente, aunque sea lejano, de Jan Neruda, uno de los mejores escritores checos de todos los tiempos, siempre me ha molestado un poco esa usurpación del nombre. A los Neruda lo que es de los Neruda y a los Reyes lo que es de los Reyes.

Para la música, por tanto, me venía mal mi nombre, y para pasar desapercibido más aún, así que tuve que buscarme un seudónimo. O más de uno. Porque supongo que no tengo que explicarle que en España no hay ni tantos ni tan buenos músicos como en Austria o Alemania, pero tampoco tantos aficionados a la música clásica. Además, si le soy sincero, aquí las instituciones tienen más peso y poder en la música que en mi patria. Ni siquiera cuando Checoslovsaquia era un país comunista dependíamos tanto los músicos de los fondos públicos como dependen aquí.

Por razones que ahora no hacen al caso, decidí quedarme en España de todos modos, y como el dinero estaba en la música moderna, dejé el violonchelo y comencé a tocar la guitarra en un grupo que actuaba en las verbenas de verano. Una sola temporada me bastó para comprender que allí tampoco estaba el verdadero dinero, porque el representante se lo llevaba casi todo. Y me hice representante.

Mis inicios fueron bastante grises, y estaba punto de dejarlo cuando la televisión pública vino en mi auxilio con aquella Operación Triunfo que ni siquiera era originalmente española, pero que funcionó aquí con el entusiasmo propio de esta tierra. No se ofenda si le digo que creo que si los españoles son algo, o han sido algo en el pasado, no fue por talento ni por esfuerzo, sino por su insuperable capacidad para el entusiasmo. Los dos estaban locos, pero esa es la diferencia fundamental entre don Quijote y Gregorio Samsa.

A partir de ese momento, en vez de tener que ir por los karaokes tratando de abordar a adefesios medio borrachos, con la ayuda de la masiva publicidad de televisión, me bastó con poner algunos anuncios por los periódicos para captar futuros talentos a los que ayudar a comenzar su carrera musical.

Mi intención era sacarles dinero, eso lo reconozco desde el primer momento, pero nunca dejé de ser músico y nunca dejé de enseñarles lo que sabía. Les cobraba por introducirlos en una profesión para la que no servían, alabando un talento del que carecían completamente, es cierto, pero nunca encañoné a nadie con un arma para que viniese a verme. Lo mío, si quiere, era como tratar de formar un equipo de baloncesto en una tribu de pigmeos, pero no descartaba encontrar un día a alguien que, aunque no sirviese para pívot, pudiera convertirse en un base competitivo.

Con el tiempo, y con la distancia que el tiempo aporta, creo que más que un timador fui un trabajador social: no se imagina la clase de personas que respondían a mis anuncios y lo necesitadas que estaban de algo en lo que emplear el tiempo o de alguien que les escuchase.

En mi opinión, el gobierno se preocupa del tabaquismo o de los accidentes de tráfico porque se gasta luego mucho dinero en hospitales para las enfermedades derivadas del tabaco o curando a los heridos en las carreteras, pero como no se gasta gran cosa en salud mental, no se preocupa en absoluto de lo que ponen en televisión. Y no me negará que la programación de casi todas las cadenas es por lo menos tan perjudicial para la salud mental como el tabaco para los pulmones.

Si estás desquiciado es tu problema, aunque eso te inhabilite para trabajar, con lo que ningún gobierno se preocupa. Y la gente acude a anuncios como el mío, o a otros aún peores, donde les dicen que pueden perder treinta kilos en tres semanas, o hablar con los muertos, con los ángeles, o con todos a la vez, y sin necesidad de saber idiomas.

Gané bastante dinero en aquella época, es cierto. Pero si pudiésemos examinar de algún modo qué fue de los que vinieron a mi estudio y que fue de los pocos que rechacé, estoy convencido de que hubo menos suicidios, menos alcoholismo y menos drogas entre los que me dieron el dinero a mí que entre los que finalmente tuvieron que dedicarlo a otra cosa. Los que vinieron a mí se gastaron un dinero en algo para lo que no servían, pero conocieron gente, emplearon el tiempo, aprendieron algo de música y tienen en casa un montón de discos que siguen y seguirán regalando a las amistades. ¿Por qué cree que no me denunció ninguno? Algunos incluso recuperaron la inversión y hasta tuvieron beneficios, porque lograron vender más de la mitad de los discos, o incluso todos. Los vendieron ellos, puerta a puerta, o en el rastro, o se los colocaron a los clientes de la empresa donde trabajaban, pero los vendieron. 

No soy un timador. Nunca lo fui. Se lo aseguro.

Cuando recibí la llamada de Cristina ya estaba dejando el negocio de la representación musical. No sé dónde encontraron el anuncio, pero cuando llamaron ya me había deshecho de buena parte del material y tenía lo que quedaba en un almacén de las afueras. Unas semanas antes les hubiese respondido que ya no admitía más candidatos, pero en aquellos días atravesaba un mal momento y les dije que viniesen a verme.

Monté los altavoces y los micrófonos y les mandé cantar algo, cualquier cosa, decidido a aceptarlos si no eran exageradamente malos. Entonces los escuché y me di cuenta de que eran lo mejor que había pasado por mi manos, porque aquellos tres amigos, tan distintos entre ellos, ni impostaban, ni exageraban, ni traían malos hábitos de otros lugares. Además, le ponían verdadero corazón a lo que hacían y no eran engreídos. De hecho, parecía que les daba igual lo que les respondiera, y eso me cautivó.

No los seduje yo a ellos, sino ellos a mí, con su naturalidad. Así fue.

Pocos días después de la prueba les dije que los aceptaba y decidí sacar de ellos lo mejor que tuviesen, y no sólo dinero. Me hacía falta el dinero, así era, pero moderé mucho los gastos y me conformé con lo mínimo por miedo a que alguno se echase atrás.

Les enseñé canto, vocalización, ritmo, y un poco de solfeo. Sebastián aprendió incluso a tocar la guitarra y Cristina empezó a cantar en los registros graves, que era donde su voz resultaba verdaderamente atractiva. 

Trabajé con ellos montones de horas, y cada día que pasaba avanzaban a ojos vistas, porque absorbían lo que les enseñaba con verdadera ansia. Por eso no lo creí cuando después del primer concierto me dijeron algunos amigos que anduviese con ojo, porque habían asistido demasiados policías a aquella actuación.

No lo creí, o más bien no lo creí del todo, debería decir.

Cuando me advirtieron de que mis muchachos podían estar relacionados con la policía hice un rápido examen de conciencia y no encontré nada que reprocharme, ni que pudiese reprocharme la justicia. Y además, me pareció un reto: ¿hasta qué punto se puede ser guardaespaldas de una chica guapa y no acostarse con ella si surge la oportunidad? Hay una película sobre ello, como sabe, y yo pensé algo similar: ¿hasta qué punto un policía es policía por encima de lo demás si le surge una alternativa más interesante? Y no se trataba de un soborno ni nada parecido, sino de una posibilidad perfectamente legal, y hasta promovida por sus superiores.

Confieso que me pareció un desafío y lo acepté: sus superiores los enviaban a intentar cazarme a mí y yo trataría de cazarlos a ellos. Ellos contaban con la ley, y yo con la naturaleza humana. Ellos llevaban buena cuenta de las facturas que les iba dando y de lo que recibían a cambio, y yo les demostraba, día a día y en la práctica, que realmente podían cantar y satisfacer a un público neutral, que no estuviese formado mayoritariamente por amigos. ¿Quién sería más fuerte?

Disfruté mucho de aquellos meses. Trabajé como un verdadero animal, pero nunca lo había hecho de tan buena gana. Llamé a toda la gente que conocía, les busqué buenos profesores, buen vestuario, y elegí durante horas y horas el repertorio que mejor se ajustaba a cada uno. Seguramente cometí errores, pero no fue por desgana ni desinterés, sino quizás por todo lo contrario.

Sebastián era un perfecto personaje country. Podía haberle creado un personaje del tipo de Bruce Springsteen, duro y tierno a la vez, y en alguna ocasión llegó a cantar canciones de el boss, especialmente tougher than the rest, pero su tono de voz se prestaba más a las canciones de John Denver. Y cuando Cristina se unió a él, formaban un dúo verdaderamente impresionante.

Sebastián era la clase de tipo que parecía estar siempre de mal humor, pero lo que le molestaba en realidad era no ser mejor de lo que era. Su principal baza consistía en que jamás daba por hecho un defecto, ni se disculpaba, como tantos que he visto, diciendo “yo es que no puedo hacer esto o lo otro”. Lo intentaba todo, lo lograse o no, como si creyera que a fuerza de ensayar podría llegar a volar, incluso. Y voló. No se imagina lo que llegó a saber hacer con la guitarra en sólo unos meses. Ni yo mismo podía creerlo.

Cristina, en cambio, era una mujer insegura. Le gustaban sus canciones, pero no acaba de estar convencida de que era lo mejor que podía encontrar. Nada era lo mejor que podía encontrar, aunque cualquier cosa valía para el momento. Se atrevió con canciones de Luz casal, de Remedios Amaya, y hasta de Bonnie Tyler. No lo hacía mal, y como era una chica guapa, gustaba al público sobre todo en los papeles más enérgicos, como cuando cantaba We don´t need another hero. Con Diego intentó cantar algunas canciones de Dover, pero él ya tenía sus propios planes y hasta su propio repertorio, que me consultaba de vez en cuando.

Diego fue mi mejor éxito, de eso no cabe duda. Un cantante joven, dinámico, moderno y con gancho. Diego, además de absorber todo lo que le podía enseñar, se buscaba contactos y ayudas por donde podía. Creo que supe que dejaría la policía para dedicarse por completo a la música mucho antes que él. No había más que verlo, gesticulando delante del espejo o ensayando los pasos de baile, para convencerse de que ese chico no podía sentirse a gusto con un uniforme, persiguiendo delincuentes por las calles, o trabajando en una oficina. 

A él le costaba decidirse, pero cuando vio aparecer a los de estupefacientes en su primer concierto con los Kalinka, el concierto por el que tanto había luchado y tanto se había esforzado, le quedó claro quién estaba de su parte y quién en contra suya. Desde aquel día miró a todos los policías con desconfianza y dejó de tener dudas conmigo al ver con qué rapidez le encontraba un sustituto para el batería que se llevaron detenido. Si pensó en algún momento buscarse otro manager, aquel día decidió quedarse conmigo, y seguimos juntos hasta ahora, aunque yo ya me haya retirado a un segundo plano y sea otra persona la que le acompañe en los conciertos y le lleve buena parte de sus asuntos.

Y no es porque me afecte personalmente, pero creo que hizo bien en quedarse conmigo. Con otro representante no creo que hubiese grabado el disco ni hubiera tenido nunca el éxito que tuvo. Reconozco que vender cien mil copias del primer disco fue un golpe de pura suerte, pero la suerte hay que buscarla y hay que conocer a las personas adecuadas. Y en aquel momento, yo las conocía.

Lamento no poder contarle quién pagó aquel disco, porque es parte del secreto profesional, y la persona o personas que sufragaron la producción prefieren mantenerse en el anonimato, pero desde luego fue alguien con muy buen criterio a la hora de encontrar nuevos talentos, porque desde aquel Diego-Go han salido otros seis álbumes y las ventas no han hecho más que crecer.

Ya ve que todo terminó bien, y donde falta la tragedia falta el interés. Lo único que lamenté realmente de toda esta historia fue la denuncia final señalando como policías a mis tres chicos. Y no porque yo no lo supiera, que lo sabía, sino porque ya no podía seguir simulando que lo ignoraba. Quien quiera que enviase las copias de los carnés profesionales de los tres se empleó a fondo, porque no me las envió sólo a mí, sino también a algunos empresarios con mucha influencia, que no querían ver a un policía por su local ni de broma. Si me lo hubiesen enviado sólo a mí, quizás hubiese tenido arreglo hablando con ellos, pero de este modo no me quedó más remedio que hacerme el ofendido y despedirme.

Desde el punto de vista económico no me hizo mucho daño aquella ruptura, pero lo sentí por ellos; sobre todo por Sebastián, que dejó la música. A Cristina en el fondo le daba igual, porque estoy seguro de que para entonces ya estaba pensando en casarse y dejar la policía. Puestos a hacer conjeturas, yo siempre he pensado que esa jugada fue obra del marido de Cristina, que había tenido un enfrentamiento grave con Sebastián y que sabía, sin duda alguna, a qué se dedicaba su novia. No puedo asegurarlo, pero estoy casi convencido de que fue él: le devolvía a Sebastián los puñetazos que no pudo devolverle en persona, avisaba a sus compañeros de pubs y salas de fiestas y alejaba a su futura mujer del ambiente de la música, que está mejor para una amiga que para una esposa, sobre todo en algunas mentalidades, ¿no le parece?

Y ahí concluyó la historia. No diré que acabó poniendo a cada uno en su lugar porque las historias verdaderas no terminan nunca, pero si acordamos acotar ese periodo de tiempo, la conclusión es que yo no timé a nadie. Más bien fui yo el engañado, aunque al final lograse sacar provecho de mi condición de víctima.

¿Pero eso es lo que se está de moda, no?