En un Consejo de Ministros, Gómez de Llano, ministro de Hacienda de Franco, le dijo al dictador que Berlanga era comunista. Franco le contestó, cortante: “Berlanga no es comunista, es algo peor, es un mal español”.
Jamás he conseguido explicarme cómo pudo el director valenciano sacar adelante tantísimas películas, ni aún con esa inteligencia apabullante que él y Azcona utilizaban a modo de calzador infalible para hacerlas pasar a través de los poquísimos resquicios que dejaba la implacable censura franquista.
El caso de El Verdugo es algo extraordinario. ¿Cómo pudo una película tan sumamente cáustica, honesta y, ante todo, destructiva para con el régimen, salir a la luz y no solo eso, sino llegar a concursar en el Festival de Berlín para erigirse como ganadora absoluta del Oso?
Mark Cousins, afamado crítico y creador del que es, probablemente, el más excelso y completo documental sobre la historia del cine (The story of film, ver en Filmin) dijo de la famosa secuencia en la que se lleva a un tipo a rastras hacia el patíbulo, que es, probablemente, “la mejor escena jamás realizada en la historia del cine”.
Esa escena fue, precisamente, mi primer contacto con Berlanga. La vi un verano, en la playa, siendo adolescente y me dejó completamente en shock. Una dependencia carcelaria, fría y desolada, en la que coinciden dos víctimas, el reo y el verdugo, ambos rodeados de grupos que les encaminan a una puerta de salida sin retorno posible, real o metafórico según los casos. La víctima, que sabe que va a morir, claro, avanza entre el desmayo y la negación, pero sabiendo de lo irremediable de su condición. Se medio desmaya, se niega a avanzar, casi vomita, los guardias se ven obligados a arrastrarla hacia su final. Ese sombrero que se cae y se queda como flotando en la nada, en un plano completamente vacío, hasta que llega alguien y lo coge. La engañosa inocencia de ese objeto en mitad de la nada.
Pero he aquí la magia de El Verdugo, porque la situación, enormemente trágica, no pierde en ningún momento su parte humorística, coçn esa mescolanza de voces y diálogos entrecortados, tan de Azcona, que transforman el drama, la negrura infinita de una España muerta, en una comedia sí, pero en una comedia que te rompe de arriba abajo cuando la puerta se cierra y te inunda el silencio.
No hay nada más berlanguiano que esa secuencia de un minuto, tampoco hay nada más español.
Y cuál fue mi sorpresa cuando, una década después, vi la película por primera vez y descubrí que la persona que avanzaba tranquila era la víctima y la que se negaba a su destino y tiene que ser arrastrada por los dos guardias es el verdugo. Colapsado ante mi total necedad, entendí muchísimas cosas: el poder de la escritura, el cómo una leve sustitución puede suponer la diferencia entre lo absolutamente inolvidable y la mera anécdota, pero sobre todo, en ese momento descubrí la valía de la dupla Berlanga/Azcona y cómo frente al hambre, la estrechez de miras, el dolor, la pobreza, el miedo, la censura y un país paleto, romo y sin porvenir, el talento puede sobrevivir y crecer con más brillantez que frente a la complacencia, la calma, la placidez y la bonanza.
Así que la víctima avanzaba tranquila y digna hacia su destino y era el verdugo el que no podía soportar las consecuencias que él mismo había elegido. Joder...aquello me partió en dos.
España siempre ha sido berlanguiana, incluso antes de que Berlanga existiese y por eso esta escena está basada en un hecho real de nuestra España, protagonizado por un verdugo que, en Valencia, se negó a hacer su trabajo al enterarse de que la condenada al garrote vil era una mujer. El susodicho necesitó de 2 inyecciones con calmantes para cumplir con su deber. Berlanga escribió la escena, pero no encontró el momento ni la inspiración para añadirle una hora y media. Años después, ayudado por Azcona, la convierte en una película extraordinaria que se estrena a principios de los 60 en una España que seguía encerrada en un ultracatolicismo pegajoso y transversal que travestía cada minúscula traza de disrupción y creatividad en un conato de rebelión imperdonable..
El verdugo es, sin duda, una crítica a la pena de muerte, no hay que ser muy lince para descubrir eso, pero como el propio Berlanga explica, eso no es lo más importante, hay una cuestión que esta película pone delante del espectador de una forma poderosísima, implacable y dolorosa y que alcanza su culmen en esa escena en la que el verdugo es llamado a la ejecución mientras se toma un café y comienza la fase de negación, cuestionando al guardia “¿pero no iba a llegar el indulto?”.
Es el problema de la libertad humana, el cómo aplazamos la lucha frente a todo lo que sabemos que está mal, todo lo injusto, por una pequeña parcela de bienestar. El verdugo, que ha vivido todo el tiempo sin tener que cumplir con el negro destino, tranquilo, en casa y apartado del horror, de pronto descubre que lo que era un chollo es el trabajo más terrible que uno deba realizar. Hay aquí un poderosísimo simbolismo que trasciende al propio personaje y que escupe en la cara de millones de españoles que viven atrapados en una dictadura, si no están vendiendo su libertad, su dignidad, su raquítico porvernir, por unas trazas de casposa, oscura, precaria, engañosa e indigna tranquilidad.
Dice Berlanga de El Verdugo: “Dentro de esa película, no está implícito pero está explícito, el enorme peligro de decir sí”. El enorme peligro de conformarse, de no meterse en problemas, de pensar que la tragedia, aun sabiendo que está afectando a otros, en mi país, incluso en mi ciudad, nunca me rozará. O como dijo Fernando Fernán Gómez sobre esta obra magna: “Esa actitud tan sumamente española de creer que la vida es un camino de rosas y espinas pero eso sí, las espinas, que se las coma otro”.
La guinda es Pepe Isbert, que, en un papel antológico, representa también a la otra España, que Berlanga, de forma extraordinaria, logra igualar a su opuesta, pues si el verdugo joven vende su dignidad por el confort y de pronto se encuentra con el miedo a matar, el verdugo viejo afirma que “solo se pasa mal la primera vez” y luego vende su dignidad al confort de practicar un trabajo inhumano, que es "solo trabajo", sí, pero que no es otro que matar.
Los que se conformaron y no hicieron nada y los que se conformaron y lo hicieron todo. Imposible resumirlo mejor. Jamás nadie hizo un retrato mejor de un país que no ha cambiado ni un ápice, porque lo berlanguiano, no solo existió antes de Berlanga, lo berlanguiano sigue y seguirá existiendo después de Berlanga.