Cada uno de nosotros es como una tésera de otro, el resultado de una bisección, cortados como un lenguado, dos en lugar de uno; y cada uno de nosotros está constantemente buscando su tésera correspondiente
(Platón, El banquete)
En una cosa se equivocaba Wagner: la introducción de la abstracción financiera no era un signo de que Europa abandonara la Edad Media, sino de que, finalmente, con retraso, entraba en ella.
Wagner no tiene la culpa en este caso. Casi todo el mundo se equivoca, porque las instituciones e ideas más características de la Edad Media llegaron tan tarde a Europa que tendemos a tomarlas por los primeros signos de modernidad. Ya hemos visto esto con las letras de cambio, que se empleaban en Oriente ya entre los años 700 y 800, pero que llegaron a Europa siglos más tarde. La universidad independiente (quizá la institución medieval por excelencia) es otro caso similar. Nalanda se fundó en 427, y hubo instituciones independientes de enseñanza superior por toda China y Oriente Medio (de El Cairo a Constantinopla) siglos antes de que se crearan instituciones semejantes en Oxford, París y Bolonia.
Si la Era Axial fue la era del materialismo, la Edad Media fue, ante todo, la era de la trascendencia. El derrumbe de los antiguos imperios no llevó, en su mayor parte, al surgimiento de otros nuevos[145]. En lugar de ello, movimientos religiosos otrora subversivos acabaron catapultados a la posición de instituciones dominantes. La esclavitud entró en declive o desapareció, al igual que el nivel general de violencia. Conforme el comercio volvió a despegar, también lo hizo el ritmo de innovaciones tecnológicas; la paz más duradera trajo mayores posibilidades no tan sólo para el movimiento de especias y sedas, sino también de gente e ideas. El hecho de que los monjes de la China medieval pudieran dedicarse a traducir antiguos tratados en sánscrito, o que los estudiantes de las madrasas de la Indonesia medieval pudieran debatir acerca de términos legales en árabe da fe del profundo cosmopolitismo de la época.
Nuestra imagen de la Edad Media como una «época de fe» (y, por tanto, de obediencia ciega a la autoridad) es un legado de la Ilustración francesa. Sólo tiene sentido si se piensa en la Edad Media como algo que sólo se dio en Europa. El Lejano Occidente no sólo era un lugar inusualmente violento para los estándares del mundo, sino que la Iglesia católica era extraordinariamente intolerante. Es difícil encontrar muchos paralelismos medievales chinos, indios o islámicos, por ejemplo, para la «quema de brujas» o las masacres contra herejes. Más típico era el patrón que predominaba en China en ciertos periodos de su historia, en que era perfectamente aceptable que un estudioso se interesara por el taoísmo en su juventud, se hiciera confucianista en su edad adulta y se convirtiera al budismo al jubilarse. Si hay algo esencial al pensamiento medieval, no es la obediencia ciega a la autoridad, sino la tenaz insistencia en que los valores que rigen nuestra vida cotidiana (especialmente en la corte y el mercado) son confusos, erróneos, ilusorios o perversos. La verdad se encuentra en otro lugar, en un dominio que no se puede percibir directamente sino al que hay que aproximarse a través del estudio o la contemplación. Pero, a su vez, esto convirtió las facultades de la contemplación, y toda la cuestión del conocimiento, en un problema infinito. Pongamos por ejemplo la gran paradoja, debatida por filósofos musulmanes, judíos y cristianos: ¿qué significa decir, a la vez, que sólo podemos conocer a Dios mediante las facultades de la Razón, pero que esa misma Razón procede de Dios? Los filósofos chinos luchaban contra paradojas similares cuando se preguntaban «¿leemos los clásicos, o los clásicos nos leen?». Casi todos los grandes debates intelectuales de la época giraban en torno a esta cuestión, de una u otra manera. ¿Crea nuestra mente el mundo o el mundo crea nuestra mente?
Podemos ver las mismas tensiones en las teorías monetarias predominantes. Aristóteles había declarado que el oro y la plata no tenían ningún valor por sí mismos, y que el dinero, por tanto, era tan sólo una convención social, inventada por las comunidades humanas para facilitar el intercambio. Dado que había «aparecido por acuerdo, por tanto está en nuestro poder cambiarlo o dejarlo sin valor» si eso es lo que todos decidimos que queremos hacer[146]. Esta posición obtuvo poco agarre en el entorno intelectual materialista de la Era Axial, pero hacia finales de la Edad Media era la postura aceptada. Al-Ghazali estuvo entre los primeros en adoptarla. A su manera la llevó incluso más lejos, al asegurar que el hecho de que una moneda de oro no tenga ningún valor intrínseco es, en sí, la base de su valor como dinero, dado que esa misma carencia de valor intrínseco le permite «gobernar», es decir, medir y regular el valor de las demás cosas. Pero al mismo tiempo Al-Ghazali negó que el dinero fuese una convención social. Nos lo había dado Dios[147].
* * *
Al-Ghazali era un místico, y políticamente un conservador, de modo que se lo puede acusar de, al final, haber evitado las implicaciones más radicales de sus ideas. Pero también cabría preguntarse si en la Edad Media asegurar que el dinero era una convención social era una postura tan radical. Al fin y al cabo, cuando los pensadores chinos y cristianos insistían en que lo era, se trataba casi de una manera de decir que el dinero es lo que el rey o el emperador decidan que sea. En ese sentido, la postura de Al-Ghazali estaba en perfecta consonancia con la actitud islámica de proteger el mercado de interferencias políticas, al declarar que, en realidad, caía bajo la jurisdicción de las autoridades religiosas.
El que el dinero medieval tomara formas tan abstractas y virtuales (cheques, palos de conteo, papel moneda) implicaba que preguntas como ésta («¿qué quiere decir que el dinero es un símbolo?») afectaban a la naturaleza fundamental de las cuestiones filosóficas de la época. En ningún lugar es esto tan cierto como en la propia palabra «símbolo». Hallamos aquí paralelismos tan extraordinarios que sólo se los puede calificar de sorprendentes.
Cuando Aristóteles sostuvo que las monedas son sólo convenciones sociales, empleó el término symbolon, del que procede nuestra palabra «símbolo». Symbolon era la palabra original para designar una tésera, un palo de conteo: un objeto que se parte por la mitad para indicar un acuerdo, o en el que se hace una marca y se rompe para registrar una deuda. De modo que nuestra palabra «símbolo» procede de objetos que se partían para registrar deudas contractuales de un tipo u otro. Eso ya es bastante sorprendente. Sin embargo, lo que es realmente notable es que la actual palabra china para decir símbolo, fu o fu hao, tiene exactamente el mismo origen[148].
Comencemos por la palabra griega symbolon. Dos amigos pueden crear una tésera durante una cena tomando cualquier objeto (un anillo, un astrágalo, una pieza de alfarería) y rompiéndolo por la mitad. En el futuro, cuando alguno de ellos necesite la ayuda del otro, puede presentar su mitad como recordatorio de su amistad. Los arqueólogos han encontrado cientos de pequeñas tablillas de amistad de este tipo, rotas, en Atenas, a menudo hechas de arcilla. Posteriormente se convirtieron en la manera de cerrar un contrato, tomando el lugar de los testigos[149]. La palabra se empleaba también para fichas de todo tipo: las que se daba a los jurados atenienses, que les permitía votar, o las que facilitaban la entrada al teatro. También se podía emplear refiriéndose a dinero, pero sólo si éste no tenía un valor intrínseco: monedas de bronce cuyo valor sólo se fijaba por convención local[150]. Utilizada para documentos escritos, symbolon podía ser un pasaporte, un contrato, una comisión o un recibo. Por extensión pasó a significar augurio, portento, síntoma o finalmente, en el sentido actual, símbolo.
El camino hasta este último significado parece haber tenido dos caras. Aristóteles dejó claro que un palo de conteo podía significar cualquier cosa: no importaba qué fuera el objeto, sólo importaba que hubiera una manera de partirlo por la mitad. Pasa exactamente lo mismo con el lenguaje: las palabras son sonidos que empleamos para referirnos a objetos o ideas, pero la relación es arbitraria: no hay ninguna razón en especial para que, por ejemplo, los angloparlantes escogieran dog («perro») para referirse a un animal y god («dios») para referirse a una deidad, en lugar de hacerlo al revés. La única razón es la convención social: un acuerdo entre todos los que hablan un lenguaje de que ese sonido se referirá a esa cosa. En este sentido, todas las palabras son fichas arbitrarias de acuerdo[151]. Lo mismo, por supuesto, es el dinero. Para Aristóteles, no sólo las despreciables monedas de bronce que acordamos en tratar como si valieran cierta cantidad, sino todo el dinero, incluso el oro, es tan sólo un symbolon, una tésera, una convención social[152].
Todo esto parecía ya de sentido común en el siglo XIII de Santo Tomás de Aquino, en que los gobernantes podían cambiar el valor de la moneda mediante un simple decreto. Aun así, las teorías simbólicas medievales procedían menos de Aristóteles que de las religiones mistéricas de la Antigüedad, en las que symbolon se refería a ciertas fórmulas crípticas o talismanes que sólo los iniciados podían comprender[153]. Así pasó a significar un objeto concreto, perceptible a los sentidos, que sólo se podía entender en referencia a alguna realidad oculta más allá del dominio de la experiencia sensorial[154].
El teórico del símbolo cuya obra fue más leída y respetada en la Edad Media fue un místico cristiano griego del siglo VI cuyo verdadero nombre se desconoce, pero que es conocido por su pseudónimo de Dionisio Areopagita[155]. Dionisio tomó la noción en este último sentido para enfrentarse al que iba a convertirse en el gran problema intelectual de la época: ¿cómo es posible que los humanos tengan conocimiento de Dios? ¿Cómo podemos nosotros, con nuestro entendimiento limitado a lo que del universo material pueden percibir nuestros sentidos, tener conocimiento de una cosa cuya naturaleza es completamente ajena a ese universo material, «esa infinidad más allá del ser», como él escribe, «esa unidad más allá de la inteligencia»[156]? Sería imposible de no ser porque Dios, al ser todopoderoso, puede hacer cualquier cosa, y por ello, así como pone su propio cuerpo en la Eucaristía, puede también revelarse a nuestras mentes a través de una ilimitada variedad de formas materiales. Curiosamente, Dionisio nos advierte de que no podemos comenzar a comprender cómo funcionan los símbolos hasta que no nos libremos de la noción de que las cosas divinas tienden a ser bellas. Las imágenes de ángeles celestiales y carruajes de fuego es probable que sólo nos confundan, dado que nos sentiremos tentados de imaginar que el Cielo será así, mientras que en realidad no podemos siquiera concebir cómo es el Cielo. En lugar de eso, los símbolos más eficaces son, como el symbolon, objetos cotidianos aparentemente escogidos al azar; a menudo cosas ridículas, feas, cuya propia incongruencia nos recuerda que no son Dios; que Dios «trasciende toda materialidad» incluso pese a que, en otro sentido, son Dios[157]. Pero la noción de que son, en cualquier sentido, fichas de un acuerdo entre iguales desaparece completamente. Los símbolos son dones, absolutos, libres, jerárquicos dones otorgados por un ser tan por encima de nosotros que toda idea de reciprocidad, deuda u obligación mutua es sencillamente inconcebible[158].
Comparemos el significado griego arriba mencionado con lo siguiente, procedente de un diccionario chino:
FU. Acordar, coincidir. Cada una de las dos mitades de un palo de conteo.
—Evidencia, prueba de identidad, credenciales.
—Cumplir una promesa, mantener una palabra dada.
—Reconciliarse.
—Acuerdo mutuo entre los dictámenes del Cielo y los asuntos humanos.
—Palo de conteo, cheque.
—Sello o estampa imperial.
—Garantía, comisión, credenciales.
—Como encajar las dos mitades de un palo de conteo, en total acuerdo.
—Símbolo, signo[159] (…).
La evolución es casi exactamente la misma. Como 1 os symbola, fu pueden ser palos de conteo, contratos, sellos oficiales, garantías, pasaportes o credenciales. Como promesas, pueden encarnar un acuerdo, una deuda contractual o incluso una relación de vasallaje feudal, pues un señor de menor rango, al acordar ser vasallo de otro, partiría un palo de conteo como si se tratase de pedir cereal o dinero. La característica común parece ser un contrato entre dos partes que comienzan como iguales, y en el que uno acuerda quedar subordinado. Posteriormente, conforme el Estado se vuelve más centralizado, oímos hablar de fu sobre todo en términos de órdenes entregadas a oficiales. El oficial se llevaría la mitad izquierda con él cuando lo apostaran en provincias, y cuando el emperador deseara enviar una orden de importancia, enviaría la mitad derecha con el mensajero para asegurarse de que el oficial supiera de que se trataba realmente de la voluntad imperial[160].
Ya hemos visto que el papel moneda parece haber evolucionado desde versiones en papel de estos mismos contratos de deudas, cortados por la mitad y reunidos. Para los académicos chinos, por supuesto, la aseveración de Aristóteles de que el dinero era simplemente una convención social no tenía nada de radical: lo asumían como evidente. El dinero era lo que el emperador ordenara que fuera. Aunque incluso en este caso había una ligera salvedad, como prueba la entrada arriba mencionada, pues fu podía referirse al «Acuerdo mutuo entre los dictámenes del Cielo y los asuntos humanos». Así como el emperador nombraba a los oficiales, un poder superior nombraba, en última instancia, al emperador, que sólo podía gobernar eficazmente si lo hacía de acuerdo a su mandato, que es la razón por la que los buenos augurios se llamaban fu: signos de que el Cielo aprobaba al gobernante, así como los desastres naturales eran signos de que se había desviado[161].
Aquí las ideas chinas se acercaban a las cristianas. Pero las concepciones chinas del cosmos tenían una diferencia crucial: al no haber énfasis alguno en un abismo que separara nuestro mundo del mundo superior, las relaciones contractuales con los dioses no quedaban de ningún modo excluidas. Esto fue especialmente cierto en el taoísmo medieval, en que se ordenaba a los monjes en una ceremonia llamada «romper el palo», en que se partía un papel que representaba un contrato con el Cielo[162]. Lo mismo pasaba con los talismanes mágicos, también llamados fu, que un adepto podía recibir de su maestro. Se trataba literalmente de palos de conteo: el adepto se quedaba una mitad; se decía que la otra se la quedaban los dioses. Estos talismanes fu tomaban forma de diagramas, que, se decía, representaban una forma de escritura celestial, sólo comprensible para los dioses, que se comprometían a ayudar al portador, a menudo dándole el derecho a llamar ejércitos celestiales de protectores divinos con suya ayuda podía matar demonios, curar a los enfermos o conseguir todo tipo de poderes milagrosos. Pero también se podían convertir, como los symbola de Dionisio, en objetos de contemplación, gracias a los cuales la propia mente podía finalmente obtener algún tipo de conocimiento del mundo invisible que había más allá del nuestro[163].
Muchos de los símbolos visuales más poderosos que surgieron de la China medieval se remontan a este tipo de talismanes: el símbolo del río, o el mismo yin-yang que parece ser un desarrollo de aquél[164]. Con sólo ver un yin-yang es posible imaginar las mitades derecha e izquierda (a veces también llamadas «macho» y «hembra») de un palo de conteo.
* * *
Un palo de conteo elimina la necesidad de testigos: si las dos superficies encajan, todo el mundo sabe que el acuerdo entre ambas partes también existe. Es por esto por lo que Aristóteles lo veía como una metáfora perfecta de las palabras: la palabra A corresponde al concepto B porque hay el acuerdo tácito de que actuemos como si así fuera. Lo llamativo acerca de las téseras o palos de conteo es que, pese a comenzar como sencillas muestras de amistad y solidaridad, en casi todos los ejemplos posteriores lo que las dos partes acuerdan realmente es crear una relación de desigualdad: de deuda, de obligación, de subordinación a las órdenes de otro. Y esto es, a su vez, lo que permite emplear la metáfora para la relación entre el mundo material y aquel mundo más poderoso que acaba dándole sentido. Ambas partes son iguales. Sin embargo, lo que crean es la diferencia absoluta. De aquí que para un místico medieval cristiano, como para los magos chinos de la Edad Media, los símbolos pudieran ser literalmente fragmentos del Cielo, incluso si para el primero proporcionaban un lenguaje gracias al cual se podía adquirir cierto conocimiento de seres con los que no era posible interactuar, mientras que para los segundos proporcionaba una manera de interactuar, incluso de sellar acuerdos prácticos, con seres cuyo lenguaje no se podía comprender.
A cierto nivel, esto es tan sólo otra versión de los dilemas que surgen siempre que se intenta repensar el mundo en términos de deuda, ese especial acuerdo entre iguales por el cual dejan de ser iguales, hasta el momento en que vuelvan a ser iguales. Aun así, el problema cobró una especial fuerza en la Edad Media, en que la economía, por así decirlo, se espiritualizó. Conforme el oro y la plata migraban hacia lugares sagrados, las transacciones cotidianas comenzaron a realizarse sobre todo mediante el crédito. De manera inevitable, los debates en torno a riqueza y mercados se convirtieron en discusiones acerca de deuda y moralidad, y éstos, en debates acerca de la naturaleza de nuestro lugar en el universo. Como ya hemos visto, las soluciones variaron de manera notable. Europa y la India vivieron un regreso a la jerarquía: la sociedad se convirtió en un orden jerárquico de sacerdotes, guerreros, mercaderes y granjeros (en la cristiandad, sólo de sacerdotes, guerreros y granjeros). Las deudas entre personas de uno y otro orden se vieron como amenazas, puesto que implicaban una potencial igualdad y a menudo llevaban a estallidos de violencia. En China, en cambio, el principio de deuda se convirtió en el principio que gobernaba el cosmos: deudas kármicas, deudas de leche, deudas contractuales entre seres humanos y poderes celestiales. Desde el punto de vista de las autoridades, todos ellos daban lugar a excesos, y potencialmente a vastas concentraciones de capital capaz de desequilibrar por completo el orden social. Era responsabilidad del gobierno intervenir constantemente para que los mercados funcionaran sin sobresaltos y de manera equitativa, evitando así nuevos estallidos de descontento popular. En el mundo del islam, en que los teólogos mantenían que Dios recreaba el Universo a cada instante, las fluctuaciones del mercado se veían como manifestación de la voluntad divina.
Lo sorprendente es que tanto la condena confucianista del mercader como la celebración islámica del mismo dieron al final el mismo resultado: sociedades prósperas con mercados florecientes, pero en las que nunca se dieron juntos los elementos para que se crearan los grandes bancos mercantiles y firmas industriales característicos del capitalismo moderno. Es especialmente sorprendente en el caso del islam. Ciertamente el mundo islámico dio figuras que sería difícil describir de otra manera que como «capitalistas». Se llamaba sahib al-mal («propietarios de capital») a los mercaderes a gran escala, y los académicos de derecho hablaban libremente de la creación y expansión de fondos de capital. En el momento de máximo esplendor del Califato, algunos de estos mercaderes estaban en posesión de millones de dinares y buscaban inversiones de provecho. ¿Por qué no surgió nada parecido al capitalismo moderno? Subrayaría dos factores. En primer lugar, los mercaderes islámicos parecen haberse tomado muy en serio la ideología del libre mercado. El mercado no quedaba bajo supervisión directa del gobierno; los contratos se cerraban entre individuos (de manera ideal, «con un apretón de manos y una mirada al cielo») y, por tanto, honor y crédito se hicieron indistinguibles uno del otro. Es inevitable: no puede haber competencia a degüello allá donde no hay nadie para impedir que unos y otros se degüellen literalmente. En segundo lugar, el islam se tomó muy en serio el principio, posteriormente elevado a los altares por la teoría económica clásica, pero muy poco asumido en la práctica, de que la ganancia es la recompensa por el riesgo. Asumían que las empresas mercantiles eran, literalmente, aventuras, en las que los mercaderes se exponían a los peligros de las tormentas y naufragios, nómadas violentos, selvas, estepas y desiertos, exóticas e impredecibles costumbres extranjeras y gobiernos arbitrarios. Todo mecanismo financiero diseñado para evitar estos riesgos se consideraba impío. Se trataba de una de las objeciones que ponían a la usura: si alguien pide un tipo de interés fijo, la ganancia queda garantizada. De igual manera, se esperaba que quienes invertían en participaciones también participaran de los riesgos. Esto excluía la mayor parte de las formas de finanzas y seguros que más tarde se desarrollarían en Europa[165].
A este respecto, los monasterios budistas de la China medieval representan exactamente lo opuesto: los Tesoros Inagotables eran inagotables porque, al estar continuamente prestando dinero con intereses, y no tocar su capital para nada más, podían garantizar inversiones libres de riesgos. De eso se trataba. Al hacerlo, el budismo, a diferencia del islam, produjo algo muy similar a lo que hoy en día llamamos «corporaciones»: entidades que, gracias a una encantadora ficción legal, nos imaginamos como personas, pero inmortales, que no han de pasar por las incomodidades humanas del matrimonio, la reproducción, la enfermedad y la muerte. Por decirlo en términos medievales, se parecen mucho a ángeles.
Nuestra concepción legal de corporación es en gran parte producto de la Edad Media europea. La idea legal de la corporación como «persona jurídica» {persona ficta, «persona ficticia») una persona que, en palabras de Maitland, el gran historiador del derecho británico, «es inmortal, pleitea y le ponen pleitos, posee tierras, posee un sello propio, establece regulaciones para las personas naturales de las que está compuesta»[166], fue fundada por ley canónica por el papa Inocencio IV en 1250, y una de las primeras entidades a las que se aplicó fue a los monasterios, como también a universidades, iglesias, municipalidades y gremios[167].
La idea de la corporación como ser angélico no es mía, por cierto. La he tomado prestada del gran medievalista Ernst Kantorowicz, quien señaló que todo esto ocurría al mismo tiempo que Santo Tomás de Aquino desarrollaba la noción de que los ángeles eran, en realidad, la personificación de las ideas platónicas[168]. «Según las enseñanzas de Aquino», escribe, «cada ángel representaba una especie»:
Poco sorprende, por lo tanto, que los colectivos personificados de juristas que eran, jurídicamente, una especie inmortal, exhibieran todas las características también atribuibles a los ángeles (…). Los propios juristas reconocían que había similitudes entre sus abstracciones y los seres angélicos. Al respecto se puede decir que el mundo del pensamiento legal y político de la Baja Edad Media comenzó a verse poblado por cuerpos angélicos inmateriales de todo tipo: eran invisibles, carentes de edad, sempiternos, inmortales e incluso a veces ubicuos; y estaban dotados de un corpus intellectuale o mysticum (un cuerpo espiritual o místico) que podía perfectamente compararse al «cuerpo espiritual» de los seres celestiales[169].
Vale la pena subrayar todo esto porque aunque estamos acostumbrados a asumir que hay algo natural o inevitable en la existencia de las corporaciones, en términos históricos se trata de criaturas extrañas, exóticas. Ninguna otra gran tradición produjo nada similar[170]. Son el añadido más peculiarmente europeo a la ilimitada proliferación de especies metafísicas tan característica de la Edad Media, y también la más duradera.
Evidentemente, han cambiado mucho a lo largo del tiempo. Las corporaciones medievales poseían tierras y a menudo se encontraban sumidas en complejos arreglos financieros, pero de ningún modo eran las empresas ávidas de beneficios de hoy en día. Las que más se acercaron a ello fueron, quizá no muy sorprendentemente, las órdenes monásticas (sobre todo los cistercienses) cuyos monasterios se acabaron convirtiendo en algo muy similar a los monasterios budistas de China, rodeados de herrerías y fábricas, practicando una agricultura comercial racionalizada con una fuerza laboral de «hermanos laicos» que eran, de facto, trabajadores a sueldo, hilando y exportando lana. Hay incluso quien habla de «capitalismo monástico»[171]. Aun así, el terreno sólo comenzó a estar preparado para el capitalismo, en el sentido de la palabra que nos resulta más conocido, cuando los mercaderes comenzaron a organizarse en cuerpos eternos como manera de obtener monopolios, legales o de facto, y evitar así los peligros habituales del comercio. Un ejemplo excelente fue la Society of Merchant Adventurers[*] (Sociedad de Mercaderes Aventureros) fundada por cédula del rey Enrique IV en Londres, en 1407, que, pese a las reminiscencias románticas de su nombre, se dedicaba sobre todo a comprar telas de lana británicas y venderlas en las ferias de Flandes. No era una compañía moderna, con accionariado, sino más bien un anticuado gremio medieval, pero proporcionó una estructura mediante la cual mercaderes más viejos y ricos podían proporcionar préstamos a mercaderes más jóvenes, y consiguió asegurarse un control tan exclusivo sobre el comercio de la lana que unos beneficios sustanciosos quedaban casi garantizados[172]. Cuando este tipo de compañías comenzó a implicarse en viajes armados a ultramar, sin embargo, comenzó una nueva era en la historia de la humanidad.