Cuando le condenaron a tres años de trabajos forzados en 2004, Liu Dali nunca pensó que acabaría pasando las noches delante de una pantalla de ordenador, conectado a juegos “online”. Fue al atravesar la verja espinada del campo de Jixi, en la provincia de Heilongjiang, cuando descubrió que, a las agotadoras jornadas picando en la mina, le sucedían agónicas batallas contra