Mientras sus límites parecen aún inexplorados —¿Qué habría pasado si en la fresca noche del domingo londinense la temperatura, en vez de quedarse rozando los 17 grados hubiera subido a 27, como hace tres años en la final mundial de Berlín? ¿Valen esos 10 grados de diferencia las 58 milésimas que separaron al gigante jamaicano de los 9,58s, el récord del mundo, logrado aquella noche?—, los de sus rivales del pasado y los del presente parecen fijados, grabados en piedra.